Ángela Vallvey

Ser niño

La Razón
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Mientras leo noticias sobre el juicio por el asesinato de Asunta, pienso que ser niño es hermoso, pero terrible. Sobrevivir a la infancia es complicado. La niñez es el periodo de la vida en que el ser humano se encuentra más indefenso. Incluso la vejez tiene, porcentualmente, más garantías de independencia, lucidez y libertad. La niñez es, por definición, desamparo. El niño está a merced de sus circunstancias. Si nace en medio de una guerra, será la primera víctima. Si llega a una familia de perturbados, irresponsables o locos, sus posibilidades de subsistir serán muy limitadas. Incluso si le toca «la lotería» de pertenecer a un medio acaudalado, los excesos de protección y cuidados y la abundancia de bienes materiales se volverán en su contra, –quizás– provocando en él una absoluta ausencia de estímulos para progresar y desarrollar las habilidades necesarias que le permitan aprender a vivir y cuidarse por sí mismo; y lo que en principio parecía buena suerte, se puede tornar una gran desgracia. Cuenta la leyenda que el hombre más rico del planeta tuvo un hijo. Estaba tan preocupado por él que decidió apartarlo de los peligros de la sociedad encerrándolo en una cápsula acondicionada para filtrar todos los males del exterior, desde el aire hasta la maldad humana. El niño maduró sin saber que vivía prisionero de un ecosistema artificial donde nada le podía hacer daño porque todo era suave, confortable y benigno. Creció y se convirtió en hombre. Una mañana, le anunciaron que su padre había fallecido y que podía salir de su hábitat ficticio. Pero el mismo día que puso un pie en el mundo real, murió de forma fulminante: de emoción, por supuesto. Sí, tanto la excesiva protección como el total abandono son un peligro enorme para cualquier criatura. Y en los términos medios, equilibrados y cabales, pocos tienen la suerte de poder pasar su infancia. Ser niño es cultivar –sin saberlo– a una persona adulta, su amor y compasión, también sus más inquietantes perturbaciones. Los adultos albergamos un claro instinto, profundo y atávico, que se alerta ante la visión de un crío maltratado, muerto o explotado, ante su dolor. Nuestros genes nos impelen a conmovernos, en aras de la supervivencia de la especie, frente al niño víctima del abuso, a reconocer su existencia rota; pues sabemos que, cada vida truncada, contagia de forma trágica su aflicción al mundo, lo afea y lo agrieta para siempre.