Alfonso Ussía

Verano breve

La Razón
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Se veranea poco tiempo. En mi dulce infancia, el verano tenía más personalidad. Terminaban los colegios en la mitad de junio y se iniciaba el curso en la primera semana de octubre. Después de tres meses en San Sebastián llegaba a Madrid con acento vasco. Lo de ahora es sencillamente intolerable. Un mes y a empezar de nuevo. Bueno, debo reconocer que en mi caso, mi ausencia de Madrid se ha prolongado hasta los cincuenta días, pero he trabajado todas las mañanas. La obligación puede resultar angustiosa, pero aquí en el norte ofrece grandes ventajas. Excusa perfecta para no ir a la playa. Las playas hay que visitarlas en invierno, cuando la muchedumbre se ausenta. Don Benito Pérez Galdós, canario enamorado de Santander, se sentaba en los miradores del Paseo de Pereda con chaqueta, corbata, pantalones de franela y botines. Y mi abuelo materno, don Pedro Muñoz-Seca, que nació en la costa de Cádiz, en el Puerto de Santa María, con sus dos grandes playas de Valdelagrana y Fuentebravía, jamás pisó la arena. Y si no la pisó en su juventud, menos aún en la madurez. Veraneaba en San Sebastián y jamás tuvo el detalle de rendir visita a las playas de Ondarreta, La Concha y Gros. Los señores normales, como los pescadores y los marineros, no bajaban a la playa. Se perdía prestigio. Mi abuelo paterno, vasco, José Luis Ussía, conde de los Gaitanes, no sólo recelaba de la playa, sino también de su cercanía. Ignoro cuándo nació la moda de rebozarse como un filete empanado, pero la gente seria siempre se desentendió de esos espacios agresivos y arenosos que hoy en día tanto gustan a los locales y los veraneantes. Se cuenta que de un club muy exclusivo de San Sebastián fue expulsado el marqués de los Predios Jerónimos por haber sido sorprendido tomando el sol en la playa de Ondarreta con un maillot de ridículos tonos carmesíes. Justísima y acertada expulsión, a mi modo de ver .

Otra cosa es la mar, que para mí es mujer, femenina, y fascinante, amén de peligrosa. Navegar es muy agradable, y si el calor lo pide, el baño en la mar sin arena no es motivo de expulsión de ningún club. Los trajes de baño de antaño, los llamados «Meyba», tenían unas braguillas interiores que al secarse después del baño marino, laceraban los glúteos con persistencia china. Ése, y no otro, era el único inconveniente del baño en la mar. Y las voces no se confundían como ahora, que llaman «bañador» a lo que siempre ha sido el traje de baño. El bañador es el que te baña. Un bañador negro es un amable inmigrante que baña a los demás. El bañero, el vigilante de los bañistas. El bañista, el que se baña, y el traje de baño el que cubre las industrias íntimas de los bañistas para evitar bañarse en pelotas. Pero en Andalucía nació la confusa moda de llamar a las cosas erróneamente, y se ha impuesto la moda de atribuir al traje de baño la condición de bañador. En el norte, desde Guipúzcoa a Galicia, sigue imperando el traje de baño, y cuando alguien se refiere al bañador, es mirado con recelo y desconfianza.

La lengua verde del norte de España se caracteriza por dos realidades que se suceden año tras año. El día que se llega llueve, y el día de la marcha, luce el sol. Para mí, que la naturaleza celebra el éxodo de la multitud con la exhibición del sol radiante, y lamenta la llegada de los agosteños con las lágrimas de la lluvia, que en ocasiones más que lágrimas son chorros. Tiene el norte otras características no ajenas al riesgo. Las excursiones. Son tantos y tan prodigiosos los paisajes norteños, que las excursiones se suceden, y en todas ellas, algún excursionista regresa con un esguince, o una pierna quebrada. Para colmo, desde que ha aumentado considerablemente el número de osos, el susto está a la orden del día si la excursión senderista se realiza por Liébana, Sejos, Somiedo, Riaño o el entorno de Cervera del Pisuerga. Y hace años se jugaba mucho al pádel, pero en la actualidad ha disminuido la afición por las lesiones que se producen practicando ese prescindible deporte argentino.

Abandonar el norte a finales de septiembre es un castigo. Más aún si lo abandonamos para vivir en una gran ciudad. Todo es diferente. No hay sosiego ni tiempo que perder. Porque veranear de verdad es perder el tiempo sin tener que dar a nadie explicaciones por ello. Y vuelvo a la playa. Todos los meses del año visito, aunque sólo sea un fin de semana, mi norte. Y ahí sí. Ahí, a partir de noviembre, las playas recuperan la dignidad y se ofrecen para ser paseadas. Unas buenas y altas botas de goma garantizan la imposibilidad de convivir con un grano de arena. Hoy luce el sol en lo alto. La temperatura apenas alcanza los 23 grados. Los prados y los bosques se rompen en verdes por las lluvias pasadas. En los valles, los maizales dispuestos y las castañas a punto de erizo abierto. Todo maravilloso. Y como es costumbre, hoy viajo a Madrid y me pregunto si voy a seguir haciendo tan absurda tontería en el breve futuro que me queda por vivir.