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Signos políticos de futuras alianzas en la fiesta nacional

La Razón
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Vivir con normalidad la celebración de la Fiesta Nacional es siempre un buen síntoma en cualquier democracia que acepte su historia, en lo bueno y en lo malo, con espíritu crítico pero también siendo consciente de los retos que tiene por delante, y sin caer en ese nacionalismo integrista que oculta los problemas propios bajo las banderas. Ser español es ante todo pertenecer a un país que asegura los derechos como ciudadano, un privilegio, si no olvidamos que formamos parte de Europa, una de las comunidades más prósperas del mundo. Ser español es compartir una historia y un presente y tener la voluntad de integración y tolerancia. Hay que huir de los esencialismos y defender, ante todo, que nuestro mayor tesoro –más allá incluso de la lengua que nos une con el mundo hispano y con una rica historia– es la democracia que hemos construido entre todos. Por lo tanto, la normalidad es un buen síntoma, ejemplo de que ni se piden adhesiones inquebrantables, ni se practica un nacionalismo chauvinista y caciquil. La celebración de ayer tuvo, además, un significado especial: la unanimidad de los responsables políticos en su participación y el espíritu de concordia demostrado, desde el Gobierno y la oposición a los presidentes de las comunidades autónomas y, como es lógico, a los distintos representantes de las instituciones del Estado. No es una anécdota teniendo en cuenta que hay un serio intento liderado por el todavía presidente de la Generalitat, Artur Mas, de quebrar la legalidad vigente. Si damos por bueno lo que dijo Churchill de que más importante que las aptitudes son las actitudes, debemos celebrar que el comportamiento de la actual alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, fue ejemplar al acudir al desfile y demostrar que, además de cumplir un programa político que no compartimos, tiene la obligación de representar con decoro sus tareas institucionales, además de marcar distancia con Podemos, inspirador de su candidatura. En un acto político y social de esta significación, fueron evidentes los signos políticos que anuncian las próximas elecciones generales del 20-D. El líder de Ciudadanos, Albert Rivera, asistió por primera vez a la celebración oficial, incluso no rehuyó su papel de estrella emergente, aunque sigue presentando una gran indefinición política, sobre todo si quiere seguir siendo una fuerza clave en futuras alianzas, como así anuncia. El hecho de que rehuyera el encuentro y saludo con Mariano Rajoy indica que prefiere, visto lo visto, otras compañías, y en concreto la del PSOE y su secretario general, Pedro Sánchez, como así sucedió. Por lo tanto, Rivera, pese a su inexperiencia en tareas de gobierno, muestra aptitudes en el lenguaje de los signos. Esperemos que su programa vaya más lejos y no pierda la centralidad a la que tanto aspira. Criticar, como han hecho aquellos que practican un nacionalismo estrecho, que la fiesta del 12 de octubre ha sido un acto de reafirmación nacional, no sólo es tergiversar la realidad, sino que ofrece un espejo en el que mirarse y que justamente se define por lo contrario que practican: una fiesta donde no se exige uniformidad y donde no se esconden las carencias políticas del Gobierno. A los políticos –a los nuevos y a los que acumulan mayor experiencia– se les debe exigir responsabilidad en las cuestiones de Estado, respeto para nuestros símbolos, que representan a nuestra democracia, y mantener la dignidad de las instituciones del Estado.