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Menuda pareja

Menuda pareja
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Por Álvaro de Diego

El del menor constituye un ámbito periodístico delicado. Demanda una particular sensibilidad en su tratamiento, que comporta el más alto correlato jurídico. El artículo 20 de nuestra Constitución, que garantiza precisamente las libertades informativas, fija como límite explícito a su ejercicio la “protección de la juventud y de la infancia”.

Se trata, al menos, de no añadir razones para la infelicidad a situaciones que distan de ser fáciles. Y ni eso suele esquivar nuestro periodismo. Lo atestigua, lamentablemente, el último informe sobreLa infancia vulnerable en los medios de comunicación. En él, Aldeas Infantiles SOS, la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE) y el Consejo General de la Abogacía Española constatan una realidad “demoledora”: más de un 90 por ciento de las noticias que conciernen a niños gira en torno a hechos negativos. La nefasta sinécdoque retrata a los pequeños como víctimas de abusos o protagonistas de delitos. Pocas veces se desliza en las piezas el más mínimo contrapunto o algún enfoque más positivo que enmarque los hechos. Se requiere lupa, y de muchos aumentos, para hallar reseña de acciones meritorias de la infancia.

Las personas con discapacidad representan otro colectivo en habitual riesgo de exclusión, expuesto no hace mucho a la indisimulada desaprobación o al vergonzoso escarnio. La historia de su abordaje informativo ha cubierto diversas etapas. De la escueta presentación de una desgracia se ha alcanzado la de la igualdad, con metas volantes en el reconocimiento de derechos y el valor explícito de la integración.

A la vista de lo anterior, resultaba difícil concebir a priori el éxito de un producto televisivo como “The little couple”, traducido en nuestro país como “Menuda pareja”. El programa relata la vida del matrimonio formado por Bill Klein y Jennifer Arnold, ciudadanos estadounidenses a los que los libros de estilo profesionales aconsejan referirse como “personas que presentan enanismo” o “personas de baja estatura”. Bill y Jennifer deciden, además, adoptar a dos niños que presentan parecida acondroplasia. Con esos mimbres se construye un reality amable y positivo, alejado de los desgarros pirotécnicos y personales que suelen asociarse al género.

El primer acierto del espacio parece pequeño, pero no lo es. Y corresponde a los responsables de la compra de los derechos de emisión. Sortean una traducción fácil, “La parejita”, que apuntaría con retintín a lo cargante de los protagonistas. En su lugar, apuestan por el adjetivo enfático: lo relevante es el matrimonio, no la discapacidad que comparten entre ellos y con sus hijos. Son una familia, en el mejor de los sentidos, modélica. De hecho, es la forma en la que se enfrentan con la displasia ósea lo que nos atrae de ellos. Ortega, al reflexionar sobre la novela como género, escribió que la variedad de situaciones enriquece lo humano, pero nos interesan las personas: “Son don Quijote y Sancho los que nos divierten, no lo que les pasa”. Con arreglo a ello la realización se separa de cuanto constituye una cobertura desaconsejable de la discapacidad. El protagonismo recae en Bill, Jennifer y los adorables Will y Zoey, mientras que la condición física deviene en accidental, adjetiva. Hay momentos de una normalidad sublime. Uno de ellos se produce al quitarse el primogénito los calcetines justo antes de salir de paseo. En esa escena cotidiana nos vemos reflejados millones de padres. Me recuerda cuando, tratando fatigosamente de ponerle determinadas botas a mi hijo, le pedía que quitara los “pies de madera”.

En segundo lugar, no hay espacio para el más mínimo sensacionalismo. Los Klein son profesionales de éxito (cirujana pediátrica, ella; pequeño empresario, él), pero sobre todo unos progenitores responsables. Conscientes de las dificultades, pero no obsesionados con las mismas, se nos aparecen afectuosos y comprensivos con las limitaciones del cónyuge; atentos sin sobreactuación con sus hijos.

Por último, el espacio televisivo no transmite un tratamiento desproporcionado de los problemas, que objetivamente no son pocos. Tanto Bill como Jennifer han sufrido numerosas intervenciones quirúrgicas derivadas de su acondropasia. Y ella tiene que someterse a largas y extenuantes sesiones de quimioterapia con motivo de los tumores que padece.

Lo mejor de “Menuda pareja” es, sin duda, la pasmosa naturalidad con que todos desfilan ante nuestros ojos. Julián Marías aseguró que en esta residían los rasgos distintivos del buen cine norteamericano. Dejando aparte la cachazuda autenticidad de los niños, nuestra “menuda pareja” conversa, se mueve y realiza las acciones más triviales con asombrosa espontaneidad. No hay la más mínima impostura en cómo se representan Bill y Jennifer a sí mismos. Todo un alarde de normalidad que hace fascinante asistir a la vida de esta familia de personas con discapacidad. En unos minutos comprendemos cuánto se ha avanzado en este campo. Y quizá imaginemos lo mucho que podría avanzarse en otro: aquel en el que algunos interpretan el más desvalido proyecto como una discapacidad sin persona.