Museo del Prado

Repensando a Ingres

El Museo del Prado dedica la primera retrospectiva individual a este artista francés en España. Un conjunto de 60 obras, entre óleos y dibujos, que reúne sus principales trabajos y que intenta liberar al artista de los tópicos.

«El baño turco», obra de Ingres de 1862
«El baño turco», obra de Ingres de 1862larazon

El Museo del Prado dedica la primera retrospectiva individual a este artista francés en España. Un conjunto de 60 obras, entre óleos y dibujos, que reúne sus principales trabajos y que intenta liberar al artista de los tópicos

Lo apuntaba por ahí un escritor: «Ay cuando la vanguardia se queda neoclásica». La pintura de Jean-Auguste Dominique Ingres no escapó al cepo de los tópicos. Su particular duelo por desmarcarse de las corrientes preeminentes y las modas pasajeras no sirvió de nada. La gente siempre contempló sus cuadros con los anteojos de un prejuicio, de una idea preconcebida y reduccionista. Llegaban a su pintura con una clasificación anticipada rondándoles ya el pensamiento. De su padre, Jean-Marie-Joseph Ingres, un artesano que jamás logró trascender el mercado local, le inculcó la severa disciplina de imitar a los grandes genios –a través de copiar a diario estampas de Tiziano, Correggio, Rubens y Watteu, entre otros– y un principio duro de cumplir, pero que él convirtió en una obsesión irrenunciable de su controvertida personalidad: una férrea independencia, la decidida voluntad de escapar siempre a la encerrona que supone identificarse con una escuela, una corriente o una tendencia que empobrezca, con sus obligaciones y peajes, la creatividad y volviera su estilo,el corazón de todo creador, inofensivo y romo.

El Museo del Prado repiensa ahora a este pintor, que camina por los libros de historia del arte lastrado por el peso de los lugares comunes, con una retrospectiva de 60 obras. Un conjunto de trabajos, organizados de manera temática a lo largo de la exposición, que ofrece una perspectiva diferente de un artista que no está representado en ninguna colección pública española y que cuenta con salvadas excepciones en las privadas. Como ya hizo anteriormente con Vermeer o Manet, la pinacoteca madrileña ha reunido un puñado de obras emblemáticas, de ésas que pertenecen a la memoria colectiva, como «La gran odalisca», «El sueño de Ossian», «La condesa d’Haussonville», «Louis-François Bertin», uno de sus retratos más impresionantes y contundentes que se han traído, «La pequeña bañista» o «El baño turco».

Hombre polémico, de naturaleza misántropa y una conducta espontánea que no dudaba en expresar sus juicios de valor, su desprecio hacia sus colegas y los que apreciaban a Velázquez por encima de Rafael, Ingres enseguida se revolvió contra sus coetáneos, despreció las camarillas, la opinión de los críticos y resolvió que lo mejor era andar su propio camino. Pero la historia le perseguía desde mucho antes de que él naciera, con esa disputa secular que dividía a los artistas en dos ramas bien diferenciadas: los que defendían la línea, el dibujo y el intelecto; y los que abogaban por el color, la expresividad y el sentimiento. Aunque afiló sus dotes durante su estancia en la Academia de Toulouse, donde asumió más de un aprendizaje de Guillaume-Joseph Roques, terminó los años de enseñanza en el taller de David, al que admiraba, pero al que no se sometió. Había asumido hace mucho que la confianza era el primer peldaño que había que subir para alcanzar el éxito. Y con esa arrogancia se autorretrata en una tela que puede contemplarse al principio de la exposición: una obra en la que aparece cargado de ambición y seguridad, mirando al espectador, como el héroe predispuesto a cumplir la tarea que se le ha impuesto desde su nacimiento. Aunque su deseo de abrir cauces que reafirmaran su personalidad pictórica se truncó por la necesidad y, en ocasiones, tuvo que aceptar el fastidioso encargo de acometer un retrato para salir adelante. Este género, a pesar de sus reiteradas quejas y maldiciones, se convirtió para él en una especialidad extraña, que, por un lado, observaba como tediosa y ajena, pero, por otro, sentía cercana a él. Una tarea que despreciaba, pero en la que, paradójicamente, asomaban sus principales y destacadas cualidades. De hecho se desenvolvía en esta área artística con una familiaridad excepcional.

- La suerte del destino

La exposición revela a un Ingres trabajador, metódico, que medita las formas y las composiciones de los cuadros. Los dibujos que se exhiben junto a las telas permiten descubrir la concienzuda meticulosidad con la que pensaba sus figuras. Durante un tiempo, como aseguró Miguel Zugaza, director del Museo del Prado, se habían estudiado por separado las obras en papel y los óleos. El montaje revela, precisamente, la estrecha comunión que existe entre el lápiz y el pincel, la indisoluble unión existente entre estas dos herramientas. Ingres demuestra que es un dibujante único, detallista, casi íntimo, que saca lo mejor de sí en cuartillas pequeñas en las que retrata a hombres y mujeres, pero también a niños.

Pero su decisión de defender la antigüedad y abogar por el estilo de Rafael, en un momento en que este artista comenzaba a perder su esplendor y su influencia decaía entre las nuevas generaciones de pintores, hizo que muchos lo encasillaran, a su pesar, en un neoclasicismo desfasado. No importó que él explorara los límites de la pintura histórica (ahí está su conocido cuadro «Francisco I asiste al último suspiro de Leonardo da Vinci»), la religiosa (su monumental «Jesús entre los doctores»), el desnudo y la sensualidad (con la ya citada «La gran odalisca», que se convirtió en un modelo para otros artistas y que forma parte de esa serie dedicada a las mujeres cautivas o prisioneras, como es el caso de otro lienzo: «Ruggiero libera a Angélica») o la mitológica, como «Virgilio lee la Eneida ante Augusto». Todo este recorrido quedó sepultado por la terca obcecación del hombre por clasificar su entorno. Para unos, Ingres era un retratista que había trabajado para el poder, como prueban los retratos que hizo de Bonaparte («Napoleón Bonaparte, primer cónsul» y «Napoleón I en su trono imperial») y toda esa galería de hombres y mujeres que pintó con toda la deleitación que suelen proporcionar los ropajes ricos y las estancias suntuosas. Ingres, de hecho, refleja a una burguesía ciertamente acomodada; a unas personas que lucen sin reparo joyas y que no dudan en exhibir sus inmediatos y pequeños lujos domésticos. Pero lo hace siempre con una acertada penetración psicológica, como hizo con la inquieta «Señora Marcotte de Sainte-Marie –la leyenda asegura que era tan nerviosa, que Ingres tuvo que recurrir a su esposa para dibujar las manos–.

Para otros detractores, Ingres pertenecía al pasado, a una faceta anterior que no tendría prolongación en el futuro. Lo curioso es que Ingres, el pintor que se recreó en la sensualidad oriental, sería un pintor determinante para los grandes maestros del futuro. De hecho, Picasso extraería de «El baño turco» ideas que replicaría en algunos de sus cuadros más famosos; Dalí retrataría a Gala de espaldas inspirándose en sus desnudos, y Picabia y Matisse también hallarían en él motivos y originalidades que les servirían para asentar el sendero de nuevas vanguardias. Ingres, que durante mucho tiempo durmió en los engañosos órdenes que imponen las taxonomías, parece ahora despertar bajo una nueva luz en El Prado, donde, precisamente hay una exposición de uno de sus discípulos y amigos: Federico de Madrazo.

Una rivalidad artística y personal

Representaban dos estilos distintos; dos maneras diferentes de abordar la pintura; dos miradas radicalmente opuestas sobre la vida y el arte. Uno de ellos se llamaba Jean- Auguste Dominique Ingres; el otro respondía al nombre de Eugène Delacroix. Ambos eran arrogantes, temerarios, creían en lo que hacían y estaban convencidos de que su talento llevaría a escribir su nombre en la historia del arte. Ingres era mayor, arrebatado, frío en la pintura, pero de un temperamento mediterráneo indiscutible. Él representaba a esa tradición pictórica que él rechazó, pero de la que no pudo escapar, de una pintura fría, con predominio de la línea. Delacroix, con la osadía de su juventud, parece que llegó para romper los esquemas predeterminados y revolucionar el arte con su apuesta por el calor, y las composiciones abiertas, casi caóticas. Los dos artistas protagonizaron unas agrias disputas no sólo en lo artístico, también en lo personal. Era manifiesto que ambos se detestaban y que sentían una clara animadversión el uno por el otro. Incluso su pintura, paradójicamente, parece reflejar esa división de caracteres. Delacroix pintó «La libertad guiando al pueblo», mientras que Ingres realizó dos retratos de Napoleón Bonaparte.

- Dónde: Museo del Prado. Madrid.

- Cuándo: hasta el 27 de marzo.

- Cuánto: 14 euros.