Historia

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Del dominio cultural al poder

La Razón
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Murió en una clínica seis días después de salir de la cárcel. El régimen fascista de Mussolini le detuvo el 8 de noviembre de 1926. En un juicio rápido le condenó a 20 años de prisión por «conspiración contra los poderes del Estado». Antonio Gramsci era un burgués, un hombre de clase media, nacido en el seno de una familia sarda en 1891. Dos décadas después se trasladó a Turín a estudiar Filología clásica y Derecho, donde entabló amistad con Angelo Tasca y Palmiro Togliatti, otros dos históricos del marxismo italiano. Allí comenzó a frecuentar los círculos socialistas hasta que ingresa en el PSI, y comienza a escribir sobre política, educación y cultura en «Il Grido del Popolo». Pero la Gran Guerra, en la que él no combatió pero sí sus amigos, lo cambió todo. Desapareció un modo de concebir la sociedad y al hombre, y la masa y el estatismo lo inundaron todo. Eran tiempos de desprecio al gobierno representativo, al liberalismo y a la democracia, a quienes se culpaba de los problemas sociales. Los discursos populistas inundaban la política, el totalitarismo flotaba en el aire, y el sindicalismo se volvía revolucionario. La revolución bolchevique de 1917 le deslumbró. Y, como escribió en abril de ese año, los acontecimientos en Rusia se encaminaban a la destrucción del orden burgués para el establecimiento de la libertad.

Liquidación social

Gramsci tenía entonces una concepción marxista-leninista de la vida política, basada en la capacidad de un grupo de revolucionarios profesionales que dirigieran al proletariado hacia el paraíso socialista. Una sociedad de clases en lucha, cuyo conflicto sólo se resolvería por la violencia, por la liquidación social. En 1919 fundó, en consecuencia, el semanario «L’Ordine Nuovo», con la pretensión de llevar el socialismo italiano hacia el bolchevismo y la III Internacional, dependiente de Moscú. Y allí escribió, en mayo de 1919, que era precisa la dictadura del proletariado y la creación de consejos (los sóviets) para la «supresión sistemática de las clases explotadoras». Con el capitalismo no se negociaba, se luchaba contra él para derribarlo. Cualquier ocasión era buena, y para ello Gramsci, Toglitatti y otros usaron la «huelga de solidaridad» con las repúblicas soviéticas de Rusia y Hungría. Aquel movimiento huelguístico desembocó en el conocido como «Bienio Rojo», que duró hasta 1920, y en el que sóviets a la italiana tomaban fábricas y tierras para iniciar la Revolución. El fracaso de aquel movimiento y las discrepancias con la dirección, motivaron que Gramsci y Amadeo Bordiga fundaran el PCI en enero de 1921, al servicio del Comintern.

El mismo año que Víctor Manuel III designó a Mussolini para presidir el gobierno, tras el éxito de la Marcha sobre Roma, Gramsci fue enviado a Rusia como delegado en la 2ª conferencia del Comintern. Mientras el español Fernando de los Ríos salió espantado de la dictadura soviética y desaconsejó –sin éxito en Largo Caballero– el camino ruso en su obra «Mi viaje a la Rusia sovietista», Gramsci quedó encantado. A su vuelta a Italia, en 1924, el partido fascista ganó las elecciones y el PCI consiguió sólo el 3,5% de los votos. En aquel Parlamento le espetó a Mussolini con su voz baja y frágil que la «revolución fascista» era sólo la «sustitución de un personal administrativo por otro». En noviembre de 1926, el gobierno fascista disolvió los partidos, suspendió garantías constitucionales y la inmunidad parlamentaria. Gramsci fue detenido el día 8, e ingresó en la cárcel de Regina Coeli. El tiempo de prisión lo dedicó a pensar y escribir, de ahí sus deslavazados pero interesantes «Cuadernos desde la cárcel», a pesar de haber contraído tuberculosis. Murió seis días después de que expirara su condena: el 27 de abril de 1937, con 47 años.

Gramsci no ha tenido muchos biógrafos, quizá por la sencillez de su vida y la relativa complejidad de su pensamiento. La mejor de ellas es, sin duda, la que realizó Giuseppe Fiori en 1966, y que ahora, en edición muy cuidada, ofrece Capitán Swing, que ha conservado la traducción que hizo en 1968 el socialista, y luego padre de la Constitución, Jordi Solé Tura. Fiori fue uno de los periodistas italianos más interesantes de las décadas de los 60 y 70. Participó en política, incluyendo su nombre en las listas del Partido Comunista como independiente, lo que le llevó al Senado. Nos encontramos, por tanto, ante una biografía amable del mito del marxismo italiano. No obstante, el logro de Fiori está en la combinación del relato de la vida de Gramsci, desde su nacimiento en Cerdeña, con la maduración de su pensamiento, partiendo de un marxismo más ortodoxo hasta la creación de su propio conjunto conceptual. Fiori, como buen periodista, se entrevistó con la familia, amigos y gente que conoció a Gramsci para recabar sus aspectos más personales y psicológicos, así como las cartas personales. De esta manera, vemos a un Gramsci humano, sensible y reflexivo, entrelazado en lo que es casi una aventura intelectual.

Avanzar desde lenin

Fiori consigue, así, convertir la típica hagiografía del «gran hombre» de izquierdas, en la narración de la existencia vital e intelectual de un socialista. El autor se empeña en que Gramsci no renunció a la actualidad o vigencia de Marx y Lenin, sino que realizó un avance teórico. Fiori destaca al sardo como observador social, obsesionado por dar un vuelco al orden capitalista haciendo bueno el dicho marxista: «La conciencia social determina el ser social». La cultura y la propaganda se convirtieron, según Fiori, en el verdadero campo de batalla.

La pregunta es si está vigente el pensamiento de Gramsci que reivindica Podemos. Incluso Hugo Chávez lo citaba en su programa televisivo. Gramsci teorizó sobre conceptos como «hegemonía», «bloque histórico», «intelectuales orgánicos» y «guerra de posiciones». El único con interés, hoy, es el primero, ya que se refiere al dominio en el paradigma e interpretación del mundo a través de la cultura y la propaganda. El populismo socialista ha asumido el concepto gramsciano en el sentido de que el poder se consigue a través de la hegemonía cultural que establece el lenguaje, mentalidades y comportamientos de la mayoría. De ahí ideas como «el partido del pueblo» y la «transversalidad» que han puesto de moda desde Podemos.