Historia

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El fracaso olímpico de Hitler

Himles publica una obra en la que analiza el día a día de los Juegos de Berlín 1936, donde, más allá de la figura de Owens, no se demostró la supremacía aria

Jesse Owens en lo alto del pódium de Berlín 36
Jesse Owens en lo alto del pódium de Berlín 36larazon

Himles publica una obra en la que analiza el día a día de los Juegos de Berlín 1936, donde, más allá de la figura de Owens, no se demostró la supremacía aria

El deporte puesto al servicio de la política fue propio de la sociedad de masas, de aquella que despuntaba con el siglo XX. El fascismo italiano fue innovador en esto: suponía la demostración de la superioridad de su nación sobre las demás. Era devolver la competencia que inicialmente tuvieron los juegos en Grecia: la demostración del poder de un Estado y de su comunidad sobre el resto. El auge del biologismo político que acompañó la aplicación del darwinismo a la Historia y a la vida política animó el racismo desde mediados del siglo XIX. El empujón definitivo fue la lucha de las potencias europeas por construir imperios coloniales desde el Congreso de Berlín de 1885, donde literalmente se repartieron el mundo.

La interpretación racial de la Historia de la Humanidad se basó en los libros del francés conde de Gobineau y del inglés H. M. Chamberlain, publicados en el XIX. La idea era simple: el dominio de la raza aria era identificado con las etapas de progreso, mientras que la decadencia, con las de «mezcla racial». Ya escribió Hayek en «Camino de servidumbre» (1945) que Alemania era el lugar propicio para que en la época de entreguerras surgiera un movimiento socialista de reconstrucción nacional o racial. Y así fue. El sociólogo alemán Johann Plenge hablaba de «socialismo organizativo nacional» en 1916: un Estado, una raza.

Adolf Hitler recogió esas ideas en «Mein Kampf» (1925). Entre otras, decía que los judíos contaminaban la pureza racial casándose con arios. La base de las Leyes de Nuremberg (1935) que convirtió a los semitas en «no-ciudadanos». Alfred Rosenberg, un propagandista nacionalsocialista, quiso unir el biologismo político con el planteamiento del Estado racial en «El mito del siglo XX» (1930), que se convirtió en un «best-seller» en Alemania. Este nazi pretendió dar una justificación científica a la discriminación racial. La razón era, decía, que la sangre determinaba la moral y la actitud ante la vida, por lo que mantener la pureza racial era el deber del Estado para asegurar el progreso. El ario era esforzado, valeroso y bien formado, con un comportamiento basado en el honor y la dignidad. El conjunto justificaba a su entender la supremacía natural de la raza aria; era lo que escribió el novelista Hans Grimm en 1926: «La nación blanca más limpia, más decente, más honrada, más eficiente, más industriosa de la tierra».

Éxito diplomático

La contaminación de su raza no solo era física, sino también cultural. Por eso Hitler en su libro calificaba de propio de razas débiles el pacifismo, el cosmopolitismo y el internacionalismo. Una vez que el partido nazi llegó al poder en 1933 estos planteamientos se llevaron a la práctica con aparente contradicción. Al tiempo que sus juristas los aplicaban, en política exterior quisieron engañar a la diplomacia europea, y lo consiguieron. Una prueba de esto fue la organización de los Juegos Olímpicos en Berlín en 1936. Todo indicaba que no se iban a celebrar en la capital alemana, hasta que Goebbels entendió que era una magnífica plataforma propagandística. Una buena manera de confundir aún más a la opinión pública europea y a sus gobiernos... y fue un éxito de la diplomacia y la propaganda nazis. Esta clave es la que el historiador alemán Oliver Hilmes reconstruye en «Berlín, 1936. Dieciséis días de agosto», cuando los nazis quisieron combinar el ideal de la supremacía aria con la imagen de un país cosmopolita, moderno y tolerante durante los Juegos.

Miles de turistas llegaron a una ciudad alemana llena de color y música americana, «night-clubs» y terrazas burguesas. Pero el mundo estaba en paréntesis, como si no supiera qué estaba pasando en Alemania. Los atletas franceses desfilaron en el estadio berlinés con el saludo imperial, al modo fascista, mientras los británicos apenas se dignaron a mirar al palco donde estaba sentado Hitler. La historia de los JJ OO y el papel de Jesse Owens son más que conocidos. Hilmes, en cambio, añade una nueva perspectiva al relatar la vida de 16 personas para explicar cómo lograron los nacionalsocialistas poner en escena ese gran «show».

El autor es capaz de relatar la vida cotidiana berlinesa y la orquestación oficial; y todo ello sin dejar de mostrar el engaño. Porque al tiempo que los atletas competían en las pistas para deleite de las masas, a treinta kilómetros se hallaba el campo de concentración de Sachsenhausen, y poco más allá el de Marzahn, donde se recluyó a los gitanos antes de los Juegos. A la vez que se suspendía la propaganda racista, incluso el semanario antisemita «El Atacante» de Julius Streicher, la oposición clandestina distribuía un folleto entre los visitantes. Se titulaba irónicamente «La bella Alemania», multilingüe, donde se indicaban los campos de concentración, cárceles, y cámaras de tortura de las SA y las SS.

Hilmes empieza cada capítulo con el parte meteorológico, lluvioso y frío, para contraponerlo a los cielos despejados de la cinta «Olympia», realizada por Lina Riefenstahl, la directora favorita de Hitler y a la que se sigue en el libro. Los personajes van desfilando por la vida política, social y olímpica como si fuera una novela. El mismo Thomas Wolfe, escritor norteamericano, todavía admirador de Alemania y turista en Berlín, es convertido en personaje del libro, y queda tan deslumbrado por la eficacia nazi como desconcertado. La historia de aquel engaño tiene un final, y como si de un filme se tratara, Hilmes dedica las últimas páginas a relatar qué fue de cada uno de ellos tras los JJ OO donde no quedó demostrada la supremacía aria.

«Berlín, 1936»

Oliver Hilmes

Tusquets

320 páginas,

21 euros