Literatura

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«Lo que nos caracteriza a los españoles es la envidia, el pecado más miserable»

«Lo que nos caracteriza a los españoles es la envidia, el pecado más miserable»
«Lo que nos caracteriza a los españoles es la envidia, el pecado más miserable»larazon

Los dos primeros ejemplares de «Los pecados capitales de la historia de España» son suyos: «Lujuria» y «Avaricia». Aquí analiza el primero de ellos, «el más atractivo de todos».

Destino saca la serie «Los pecados capitales de la historia de España» y para sus dos primeros números –«Lujuria» y «Avaricia»– ha contado con Juan Eslava Galán. Y no por ser él culpable de nada –de hecho en el segundo comenta que con tanta corrupción se lo han puesto «muy fácil»–, sino por ese toque entre el humor y la investigación que le da a sus textos. Para empezar, se lanzó por la lujuria, «el más atractivo de todos» –dice–, y por ello el centro de este Teleo. Así, el escritor se adentra en un mundo en el que nos llevará en Vespa y 600 como vehículos «liberadores» de la sociedad, porque ayudaban a la gente a ir más allá de lo oscuro; por los orgasmos terapéuticos de la Inglaterra victoriana, en una licencia que se concede para salir de la Península; o hasta las aventuras de los Borbones de antaño, con Fernando VII e Isabel II, amante de las natillas y algo más. También Corín Tellado, Naturalistas, la vida alegre, los bikinis, los calzoncillos de Alfredo Landa... ¡Todo un mundo!

–Empieza el libro en la catedral de la Almudena, la «más fea del mundo», dice.

–Bonita no es.

–¿Moderna...?

–Ni eso, es rancia. Mi comienzo quiere establecer, como siempre, un vínculo de complicidad con el lector y que se vea que vamos a tratar el tema con seriedad con humor a su vez.

–A la salida del templo tiene a Asmodeo esperándole...

–¡El demonio de la lujuria!

–¿Hay que escucharle?

–De vez en cuando. Eso sí, desde que practicamos la lujuria sin que sea pecado ha perdido mucha gracia.

–Lo bonito aquí es saltarse las normas, ¿no?

–¡Claro! Antes el cruzar los límites tenía su punto. Eso lo hemos perdido, pero aun así compensa el acercamiento a la lujuria.

–Pérez-Reverte –cuenta en el libro– le remitió a la definición de la RAE en la que se habla de «uso ilícito» y «apetito desordenado».

–Eso era desde el punto de vista religioso. Por lo demás, si al sexo lo apeamos de la lujuria es uno de los grandes dones del hombre, no lo vamos a perder. Como dijo el Arcipreste de Hita: por dos cosas trabaja el hombre, por mantenerse –techo y comida– y por tener sexo con una «hembra placentera». El tío lo tenía claro ¡y era cura!

–¿Somos ahora más viciosos?

–Durante mucho tiempo hubo dos morales diferentes en pueblos y ciudades, pero también hay que verlo por etapas: en el siglo XIX y buena parte del XX, hasta que la mujer se liberó –con la aparición de los métodos anticonceptivos–, ésta tenía que guardar su necesidad, hacerse la estrecha, por lo que el evacuatorio del hombre eran los prostíbulos. Ahora ha cambiado, y por circunstancias sociales ha habido una revolución social a partir de la democracia y nos hemos equiparado con Europa, incluso es posible que nos hayamos pasado de frenada. En la República ya había cabarets, «strepteases», clubes nudistas...

–¿Era una cultura del sexo sana?

–Sí, hasta que, después de la Guerra Civil, Franco se puso en manos de la Iglesia y los obispos impusieron la moral del nacionalcatolicismo, que fue algo terrible. Después vino el estallido de esa olla exprés que fue el Destape y la Movida. Finalmente se han calmado los ánimos, somos europeos en eso.

–Ha dicho que las mujeres tenían que hacerse las estrechas, que no significa que lo fueran.

–Eran como el tigre, que cuando prueba la sangre humana ya no le gusta ninguna otra pieza. Se aficionaban como cualquiera. En ciertos momentos de la historia, incluso dentro del matrimonio, tenían que seguir haciéndose las estrechas para que el otro no pensara que era apasionada de más...

–También ha hablado del Destape, como fue ese desnudo de Marisol que recoge en el libro.

–Particularmente me impresionó mucho por mis circunstancias personales: me fui a Inglaterra con Franco vivo y por tanto con la censura de entonces. Por eso, cuando llegó la democracia yo me enteraba por los periódicos, pero no me podía hacer una idea como si estuviera en España. Cuando un compañero de la universidad me vino con la revista de Marisol yo no me lo creía. Era la santita, la hija perfecta y, de repente, aparece ahí desnuda. ¡Y encima no se vendía de tapadillo!

–Y explíqueme eso de que nos hemos pasado de frenada.

–Verás, en los 50-60 aparecía una rubia automáticamente era sueca, una liberada sexual comparada con los españoles. Los chicos de los pueblos se peleaban con la novia cuando llegaba el verano para irse de camarero a la costa y volvían en septiembre para reconciliarse. Ahora vienen los suecos y se espantan de la libertad sexual de aquí. No es que nos hayamos equiparado a Europa, sino que ahora vienen aquí buscando esas emociones fuertes.

–¿Y Juan Eslava Galán es muy lujurioso?

–Desgraciadamente tengo 67 años, por lo que trabajo de campo no he podido hacer ninguno para el libro. Estoy felizmente casado y me conformo con lo que tengo, pero la gente de mi generación sí lo éramos. Fuimos víctimas del nacionalcatolicismo y los curas nos machacaban con el vicio de la masturbación, que era lo que se llevaba, no había otra cosa en esta generación...

¿Reprimida?

–¡Claro! Ahora a «burro muerto la cebada al bobo».

–Hombre, dicen que no hay edad en esto.

–Se hace lo que se puede, pero no hay color.

–Y siguiendo con usted, ¿A cuál de los siete pecados se acerca más?

–A esta edad uno está casi curado de todos. Tendré mis pecadillos por ahí, pero si pienso en los españoles, cosa que soy, el que nos caracteriza es la envidia. Lo somos, y mucho. En eso todas las autonomías se parecen. Si miramos las distintas regiones tenemos virtudes diferentes, pero vicios los mismos, eso que nos hace iguales. En el Siglo de Oro todos los extranjeros que venían por aquí señalaban que el español era orgulloso. Veían la vanidad. Estábamos crecidos por nuestro lugar en el mundo. Ahora, con todo esto de la mezquindad y la decadencia, lo que nos caracteriza es la envidia, el pecado más miserable. Como decía Quevedo: «Es un pecado que castiga a uno mismo», no da satisfacción ninguna, sólo dolor.