Estreno teatral

Las difíciles tres edades del hombre

El cuarteto de El Pont Flotant monta en el escenario de La Abadía «El hijo que quiero tener», una reflexión sobre la lejanía que existe entre las tres generaciones: hijos, padres y abuelos.

El Pont Flotant une a tres generaciones sobre el escenario del Teatro de la Abadía
El Pont Flotant une a tres generaciones sobre el escenario del Teatro de la Abadíalarazon

El cuarteto de El Pont Flotant monta en el escenario de La Abadía «El hijo que quiero tener», una reflexión sobre la lejanía que existe entre las tres generaciones: hijos, padres y abuelos.

De nuevo el cuarteto de El Pont Flotant aprovecha su momento vital para levantar una obra y, otra vez, se presentan en La Abadía para despedir su temporada. Si el año pasado rescataban «Ejercicios de amor» de su repertorio para invitar al espectador a «celebrar la unión entre personas», este año lo hacen con «El hijo que quiero tener» para reflexionar sobre «la mitad del camino»: una edad adulta en la que no te sientes ni cerca de tus mayores, ni en consonancia con los más pequeños, pero sí con la potestad necesaria como para mandar sobre unos y otros. Así, como ya empezaran a hacer en 2006 con «Como piedras» –donde se analizaba el paso del tiempo y en el que subieron a escena a sus propios padres y madres–, los valencianos vuelen a recurrir a sus experiencias personales para montar sobre el escenario, el de la Sala José Luis Alonso en este caso –del 12 al 15 de julio–, su representación.

Àlex Cantó, Joan Collado, Jesús Muñoz y Pau Pons estaban «en ese momento con hijos en el que todo son dudas», comenta la última:

–...Mi hijo no se pone de pie todavía y ya va a hacer el año.

–Qué raro, porque el mío va como una moto y tiene la misma edad.

–...Pepito no di­ce ni «pío».

–Pues Manolito no se calla.

O «cuando llegas a un parque y hay un crío que hace algo completamente diferente a lo que le has enseñado al tuyo y éste lo imita. Entonces entras en conflicto de dejarle o no», cuentan. Situaciones de columpio y arenero que les transportaron a otra situación similar: «Dentro de nada nos toca cuidar a nuestros padres y ahí también entras en el debate sobre lo que deben comer, si lo que quieren o hay que controlar el azúcar...», explica Pons. Se vieron a medio camino de la vida. Tan lejos del niño que saltaba en los charcos del patio sin preocupaciones como del abuelo que «algún día seremos y al que hoy somos incapaces de comprender (...) Tengo la sensación de estar molestando con mi obsesivo sentimiento de responsabilidad», se cita en la función.

«Siempre hemos ligado la dramaturgia de las creaciones con el momento vital que estábamos pasando –habla Joan Collado–. Creemos que así surge todo de una manera más natural y de esa necesidad de contar algo comenzamos a investigar el tema de la educación. Los cuatro somos pedagogos y decidimos empezar a trabajar con abuelos y niños, más nosotros, que estamos en el medio». De esta manera dieron forma a un taller de dos meses en el que abrieron las puertas a gente no vinculada al teatro que iba de los 6 a los 86 años. «Mezclar diferentes generaciones es muy potente en el sentido de que se complementan mucho. La energía de los ‘‘nanos’’ se contagia y al revés, los niños se hacen más responsables porque no son tontos y precisamente ahí, en que les tratemos muchas veces como si lo fueran, está el fallo. Como a la gente mayor, que hay que cuidarla y no creer que por tener una edad deben dejar de hacer ciertas cosas», cierra Collado. Dos generaciones «ninguneadas» que encuentran lazos en los vetos: «Quiero cocinar/conducir, pero no me dejan»; y a las que muchas veces no se les permite interactuar entre sí por los miedos de los adultos.

Tiempo de trabajo durante el 2016 en el que se dieron cuenta de que «lo interesante era verlos a ellos sobre la escena, así que se lo propusimos y los 24 dijeron que sí». Ahora recurren a la red de La Abadía para encontrar un nuevo grupo, esta vez madrileño, que les ayude a trasladar la experiencia vivida en el Levante –donde tuvieron que fletar un autobús para mover a la compañía de bolo en bolo y con quienes llegaron hasta Argentina–.

Así, los talleres les han llevado a centrarse en «las diferentes maneras de ver la educación riéndonos de nosotros mismos. Cada uno adopta un rol respecto a lo que es tener hijos», explica Collado: el padre negativo que no quiere saber nada de descendencia y hace un discurso en contra de aquellos que le recuerdan que se le pasa el arroz; el más liberal, para el que la voluntad de su hijo está por encima de todo, «que sea libre», dice; la madre que busca un hijo de «bien», con educación, con idiomas, con límites... Los casos más significativos que se han ido encontrando en un «laboratorio» que les ha abierto los ojos, como dice Pau Pons: «La convivencia con niños y abuelos nos ha hecho mucho más tolerantes. Salir de un espacio no convencional en el que no somos los ‘‘cuidadores’’». Tres lugares –colegio, parque y casa– que utilizan como escenario para salir del confort familiar.

Es este trabajo el que ha llevado a Pons a comprobar que, independientemente de la edad, todos estamos en el mismo escalón: «Veo que da igual dónde o con quién esté, que las necesidades humanas son las mismas para todos, y aun así nos cuesta empatizar con el otro. No somos capaces de ceder con cosas vitales. En los talleres lo vemos claro a nivel teórico, pero luego la práctica es difícil», completa. Unas similitudes que quieren reflejar en una escena concreta: «La del charco», dicen. Niños, mayores y adultos, todos encapuchados, olvidan su edad chapoteando en el agua sin importar la edad con el único propósito de pasarlo bien: «Porque se nos olvida muy a menudo que tenemos que jugar durante toda la vida, parece que llegados a un punto no se puede», recuerda Collado.

Malentendida madurez

Una compostura que se adopta unas veces por una malentendida madurez y otras por un exceso de responsabilidad «que no hace más que lastrarnos –cuenta Collado–, hay que ser natural». Espontaneidad que viene heredada del «ya verás» que todos hemos escuchado a nuestros padres: «Ya verás cuando llegues a mi edad». «Me mata. Todavía me llega el eco de hace años cuando repito los patrones de los que me quejé en su día. Parece un tic de sobreprotección para no salirnos del camino conocido», reconoce Pons. Una anécdota que le vale a la compañía para preguntarse si son el hijo que querían sus padres. ¿Habré cumplido sus expectativas? «Es duro pensarlo», cierran.