Impuestos

Lucha contra el fraude a cualquier precio por Javier Sáenz de Olazagoitia

La Razón
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Ya no hay viernes en el que los juristas, y especialmente los tributaristas, no nos llevemos una sorpresa, y raramente agradable.

La última no es nueva del todo. Ciertamente, compruebo que el 26 de diciembre de 2008 ya tuve que pronunciarme en las páginas de este periódico para valorar la propuesta del Gobierno –entonces en otras manos, no lo olvidemos– de elevar el plazo de prescripción de los delitos contra la Hacienda pública de 5 a 10 años.

Entonces, no prosperó. Desde luego que el Partido Popular –ahora en el Gobierno, no lo olvidemos– debió contribuir a evitar aquella modificación. Pero claramente han cambiado de opinión, como en tantas cosas. ¿Por qué? Pues no lo sabemos exactamente, ya que desconocemos el texto de la medida y su exposición de motivos, pero podemos permitirnos especular al respecto.

Aquel proyecto declaraba explícitamente que respondía a la incapacidad de la Administración de detectar los fraudes en plazo. Ahora, dado el contexto de legislación que se nos viene anunciando –sin concretarse, por cierto, en la mayoría de los casos– parece que se enmarca más bien en un contexto de endurecimiento de las medidas de lucha contra el fraude. Es decir, de «prevención» o «represión» como medida para fomentar el cumplimiento voluntario de las obligaciones tributarias.

Por ello me viene a la cabeza el título que puse a mi opinión de 2008: «Contra el fraude fiscal… el terror fiscal». Y las críticas tienen que volver a ser las mismas.

En primer lugar, salvo que se opte por elevar también la prescripción del derecho de la Administración a liquidar los tributos, desde el punto de vista jurídico supone que se puedan tramitar procesos penales y darse lugar a condenas de prisión, por haber dejado de pagar un impuesto que «no se debía pagar». Pues si la deuda o el derecho a liquidarla ha prescrito, en Derecho no existe tal deuda. ¿Es admisible ir a la cárcel por ello? No encuentro fundamento jurídico. Y se vulnera con ello el principio de tipicidad –que sólo se pueden juzgar y condenar delitos previa, expresa y claramente fijados en la Ley–, pues si el tipo delictivo consiste en «dejar de ingresar», pero resulta que la deuda tributaria sobre la que se puede condenar se puede construir en el propio proceso instructor, parece evidente la contravención de tal exigencia constitucional.

Se nos ocurren otros inconvenientes respecto del proceso y sus garantías. Recordemos que los jueces y los fiscales no suelen ser expertos en impuestos. No es una crítica, sino una obviedad contrastada por la experiencia y que suele ser reconocida por los propios afectados. Tampoco debería ser esto un inconveniente en sí mismo. El problema se genera cuando, para suplir tal carencia, el juzgado instructor designa como «perito judicial» a la Hacienda pública. –¡sí, la parte interesada como perito judicial!–. Esto sucede habitualmente y el Tribunal Supremo ha tenido la desfachatez de respaldarlo. A cualquier profesional, español o extranjero que se lo cuento no da crédito. No creo que sea necesario desarrollar mucho este atropello del derecho a la tutela judicial efectiva por falta de equiparación entre las partes y de parcialidad del tribunal.

Todo ello nos parece suficientemente grave como para que se deba plantear con exquisita prudencia, al menos, la coherencia en la configuración legal y en la aplicación práctica de esta medida. Por la lucha contra el fraude no todo puede valer. Si nos dejamos en el camino de la recaudación de unos millones de euros y en la pretensión ejemplarizante de la pena pilares básicos del Estado de Derecho, el viaje no habrá merecido la pena.

Apoyo la lucha contra el fraude, y siempre lo he hecho de manera manifiesta, pero con las herramientas que el Derecho y la eficacia en la gestión aportan. Con las debidas garantías y, sobre todo, partiendo de la legitimación del sujeto activo de la relación tributaria –la Administración pública acreedora–, que se basa en la configuración de un sistema tributario realmente equitativo –justicia formal con diligencia legislativa– y, más aún, una aplicación efectiva y escrupulosamente ajustada a Derecho –justicia material con plena sujeción al ordenamiento, previa y claramente configurado y explicado–. Sobre ello habría mucho que hablar.

Javier Sáenz de Olazagoitia
Doctor en Derecho y profesor de la Universidad de Navarra