Crítica de libros

Pepinos calientes

La Razón
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Nunca pensé que llegaría a esta conclusión, pero la actualidad manda y la realidad impera. Voy a ello. Lo que están sufriendo el pepino español y otras hortalizas hermanas es fiel reflejo de lo que está pasando en la sociedad actual: aquí cualquier persona indocumentada engrasa sus cuerdas vocales, dice la primera bestialidad que se le pasa por la cabeza, crea una crisis a nivel internacional y aquí no pasa nada. Difama que algo queda y lo que queda son toneladas de pepinos defenestradas y unos agricultores arrancándose los pelos de la cabeza porque los palos del sombrajo hace mucho que se les cayeron gracias a la rumorología alemana. Ya puestos, quizá convendría que aprobaran otro fondo para comprar cientos de kilómetros de cinta adhesiva con la que taparle la boca a las portavoces alemanas, que cada vez que abren su boquita teutona, no es que suba el pan, es que el pepino emigra a las profundidades de la tierra. Quizá sería más justo olvidarnos del espíritu de Fuenteovejuna y desertar del agotado «todos para uno» de los trasnochados mosqueteros para volver al espíritu de nuestros años de escuela: que quien la haga la pague, o como dice el chino del todo a cien: «Quien rompe paga». Si es Alemania el país que ha provocado este caos, sencillamente porque ha actuado tarde y mal, que pague su parte proporcional de culpa en este caos. Y mientras tanto aquí, a llorar bien fuerte y bien alto porque ya se sabe: quien no llora no mama. Y si ni con esas, a lanzar una campaña contra la salchicha de Frankfurt, que nunca me ha dado buena espina. A saber por qué las llaman perritos calientes.