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Libertad y seguridad: Un debate falso e imprudente

La Razón
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Un país no elige estar o no estar en guerra: la guerra se la declaran a uno. Tampoco un país elige dónde librar una guerra: esto depende del enemigo que se la declara. Y por supuesto, un país no está en condiciones de elegir qué guerra quiere librar: el tipo de guerra se le impone. Ni el contra quién, ni el cómo ni el dónde se hace la guerra se eligen, salvo en muy escasas ocasiones.

Estas tres sencillas verdades han pertenecido durante siglos a la tradición política y estratégica europea, pero los dirigentes y las sociedades europeas las han olvidado en las últimas dos décadas. Desde la caída de la Unión Soviética y la retirada del Ejército Rojo, los europeos han vivido unas vacaciones estratégicas, y han alimentado tres peligrosas ilusiones: que pueden elegir libremente a quién hacer la guerra; que pueden elegir de qué manera librarla; y que pueden elegir dónde combatirla. A una semana del ataque contra París, los europeos continúan encerrados en esa ilusión. Deben reconocer cuanto antes que no depende de ellos librar o no esta guerra: se la declaró Bin Laden con sus conocidas fatwas a partir de 1996, y la declaración ha sido renovada por los grupos yihadistas, hasta llegar al Estado Islámico, desde entonces. La guerra ha sido ya declarada por quienes consideran la civilización europea una degeneración, una perversión y un mundo a extinguir, y se han puesto manos a la obra para lograrlo.

Tampoco han elegido los europeos qué tipo de guerra librar contra el EI. Uno puede aferrarse semánticamente al término «guerra» y poner sobre la mesa miles de páginas de derecho penal, derecho internacional y derecho de guerra para demostrar que esto no es una guerra: sus esfuerzos saltan por los aires cuando quien se sienta al otro lado lleva un AK47 y viste un cinturón bomba. Quieran o no los europeos, es éste el que ha definido el tipo de guerra que les ha sido declarada.

Y lo que es peor, los europeos tampoco han elegido librar la guerra en las calles de las ciudades europeas: la ha traído aquí el Estado Islámico. En 2001, los norteamericanos tenían al menos el consuelo de descubrir que sus atacantes procedían del exterior. Los europeos no tienen esa suerte: sus enemigos poseen pasaporte europeo, viven en barriadas europeas y se mezclan los miércoles en centros comerciales y eventos deportivos con las personas que los viernes asesinarán. En París, Bruselas, Londres o Madrid.

En fin: una guerra librada contra el sentido mismo de la civilización europea; que es total en sus objetivos y medios; y que pretende convertir los boulevares y avenidas europeas en campos de batalla. Todo lo cual señala un frente interior. A ningún europeo le gusta su existencia, pero lo cierto es que está ahí. Y esto exige cambios profundos en la forma de pensar y actuar en materia de seguridad. La evolución del yihadismo en territorio europeo es lo suficientemente grave como para que los europeos transiten, cuanto antes, por las medidas adoptadas por Estados Unidos tras el 11-S, y que ellos tan alegremente criticaban entonces. Por desgracia, parafraseando la conocida broma norteamericana – «cuando los norteamericanos tienen un problema aprietan el botón, pero cuando lo tienen los europeos, difunden un comunicado»– los europeos en vez de actuar discuten acaloradamente sobre la alternativa libertad-seguridad. En verdad, esta misma discusión no sólo es falsa, sino que es imprudente.

Es falsa porque la amenaza yihadista está ya extendiendo sobre Europa la peor de las servidumbres, la que afecta al alma de sus habitantes. La verdadera falta de libertad es la que a golpe de kalashnikov se está ya instalando en el interior de la conciencia europea: cada atentado islamista en el corazón de Europa está siendo ya un recorte real de las libertades reales de los europeos. Europa está ya semisumergida en su día a día en el miedo a la represalia y a la venganza: la rendición de «Charlie Hebdo» respecto a la publicación de caricaturas de Mahoma, las suspensiones de conferencias y exposiciones acerca del islam, la autocensura de cineastas, novelistas y cantantes. De ataque en ataque, de bomba en bomba, los yihadistas están ya asaltando con éxito el alma europea.

Y es imprudente, porque el ataque de París y la repercusión vital en toda Europa muestran que el Viejo Continente, ya agrietado moral e intelectualmente, no podrá soportar muchos más ataques. En estas condiciones, ante estas consecuencias, la inacción y la pérdida de tiempo de las élites políticas, intelectuales y mediáticas europeas convierten este debate en algo imprudente, irresponsable e insensato. Ante este ataque a la conciencia misma de los europeos, a su forma de vivir, de pensar y de expresarse, la única reacción posible es tomar unas medidas que no tienen por objetivo a los ciudadanos europeos, sino a quienes los asesinan en cafés, teatros y campos de fútbol; que van dirigidas contra actividades delictivas y terroristas muy concretas, alejadas de la cotidiana vida europea; y que tienen un carácter excepcional, que los responsables de ponerlas en marcha en los gobiernos saben muy bien.

Las verdaderas democracias adaptan sus instituciones de seguridad a las necesidades del momento, que es la forma auténtica de mantener a salvo principios, valores y modos de vida. Y hoy pasa por actuar en tres direcciones. En primer lugar, Fuerzas de Seguridad y servicios de Inteligencia deben poder acceder cuanto antes, y de la manera más completa posible, a las fuentes de información, eliminando restricciones. En segundo lugar, evitar que los yihadistas planifiquen y preparen con libertad de movimientos en territorio europeo las masacres exige cambios legales que permitan reforzar la seguridad y los controles en fronteras. En tercer lugar, sólo se ganará la guerra que ellos han declarado si es posible detenerlos, desactivarlos e interrogarles con mayores garantías que arropen la labor de servicios de inteligencia y Fuerzas de Seguridad.

Quizá los europeos no quieran librar esta guerra, con estos instrumentos y de esta manera. Desgraciadamente, no tienen opción. La otra alternativa es perderla.

*Doctor en Filosofía y profesor de la Universidad Francisco de Vitoria