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Aquel año feliz de OJ Simpson

En junio se casó con su primera mujer y meses después correría las míticas 64 yardas en un partido contra UCLA

Sus carreras con la pelota le dieron la gloria
Sus carreras con la pelota le dieron la glorialarazon

Dentro de 50 años, si miramos hacia atrás, es probable que no reconozcamos al que somos ahora.

Dentro de 50 años, si miramos hacia atrás, es probable que no reconozcamos al que somos ahora. Seguramente veamos a un extraño, que tiene nuestros rasgos, nuestro tono de voz y con quien coincidimos en algunas cosas, pero con quien no conseguimos identificarnos del todo. Quizá ni sepamos por qué hicimos lo que hicimos. Sería interesante comprobar a quién ve OJ Simpson cuando mira a su yo de hace 50 años, a su yo de solo 19, que en aquel verano de 1967 se casaba con su novia de instituto. La había conquistado, pese a que salía con Al Cowling, ese amigo que después estaría con él en los momentos más críticos.

¿Qué pensará, entonces, el OJ vencido de hoy al ver a ese chico, feliz y enamorado de ese mes de junio, sin un gramo de grasa ni bolsas en los ojos, eternamente joven, vestido, en algunas fotos, con camisas de flores, y en forma para correr, como siempre había hecho, sobre la hierba?

Ese verano y esa boda eran el comienzo feliz de una historia de su vida que aún hoy sigue apareciendo en los periódicos, una historia luego no tan feliz, nada feliz en realidad, algo bufonesca y principalmente, dramática.

Marguerite Whitley es un nombre desconocido, una mujer que decidió pasar al anonimato en el circo en el que se convirtió todo lo que rodeaba a su marido. Ella vivió con él su ascenso a la gloria deportiva y mediática, cuando OJ se convirtió en el gran héroe americano y un símbolo para muchos negros estadounidenses. «Éramos unos niños, pero fue divertido. Ya no teníamos que responder a nuestros padres. Podíamos salir de fiesta y quedarnos fuera toda la noche», contó Marguerite en una de sus pocos apariciones públicas, cuando le preguntaban por sus primeros días con OJ. Él tenía 19, ella solo 18, estaba claro que tenían prisa por juntarse.

Tuvieron tres hijos. Cuando se estaban separando, a finales de los setenta, sufrieron la primera tragedia (que quién sabe cuánto influyó en las que llegaron después, porque quién puede determinar, más allá de en una novela, qué es una causa y una consecuencia): su hija se murió en un accidente en la piscina de la casa de la madre.

De la vida de OJ después de ese momento se sabe casi todo; de lo de antes, de su primer matrimonio, casi nada. Solo que la fama irrumpió en esa pareja. «Ése es nuestro principal problema. Mi mujer es una persona privada y nosotros no podemos caminar por la calle sin causar una conmoción», confesaba OJ en una de las entrevistas de la época. Mientras él vivió toda su vida en la diana mediática, por sus éxitos y por sus crueldades, porque no hay nada más sabroso que un héroe al que se le queman las alas, Marguerite se mantuvo siempre en silencio. Se acabó su matrimonio y se sabe que después se llegó a casar dos veces, pero casi nunca ha salido en los medios, como protegiéndose de la luz, cada vez más negativa, que irradiaba su ex marido.

Quizá Marguerite aprendió de OJ a ponerse de perfil. Si alguien se mantuvo lejos de la fiesta o la reivindicaciones de una juventud que despertaba a finales de los años sesenta fue Simpson. Él, que corría sobre la hierba, con la pelota en la mano, y en la vida. Sabía que tenía un don y estaba dispuesto a aprovecharlo al máximo en su beneficio, sin mirar más allá de sí mismo. Tenía prisa, se había casado rápido y quería ganar el trofeo Heisman que se daba al mejor jugador de fútbol universitario. Eso era lo que le daba sentido a su existencia.

El resto del mundo podía girar, pero no era importante. Los jóvenes podían levantarse, llenarse el pelo de flores, escuchar música en conciertos multitudinarios, tomar drogas, sentirse libres y rebeldes, querer cambiar el mundo, pensar que los negros y los blancos debían tener los mismos derechos. Sí, vale, todo muy bien, pero a OJ eso le causaba indiferencia.

Quería jugar, ser un gigante, como en noviembre de ese año, en uno de los grandes partidos de la historia del fútbol universitario entre UCLA y su universidad, la del sur de California (USC), un duelo entre equipos históricamente rivales. «Estaba tan cansado», dijo después OJ, narrando una jugada que ha pasado a la eternidad, que aún se puede ver en Youtube, al ser una de las primeros partidos en color que retransmitía la ABC. «Estaba tan cansado que casi ni podía correr. Me puse en movimiento para decir que ‘‘no’’ pero para entonces el balón me llegó y todo fue instinto». Y corrió lo que no se había corrido: se hizo 64 míticas yardas que le dieron la victoria y al año siguiente ganaría el trofeo Heisman en los primeros pasos de la leyenda.