Restringido

Estado de excepción

La Razón
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Uno de los aspectos más llamativos de la reciente actuación del Gobierno belga, a la busca de yihadistas tras los atentados de París, ha sido la profundidad con la que se ha aplicado un estado de excepción, con el cierre de escuelas, centros comerciales y otras actividades sociales, hasta el punto de alterar severamente la normalidad ciudadana. Ello, bajo la presunción de un inminente ataque terrorista –del que, sin embargo, no ha habido el menor indicio público y, además, no ha tenido lugar– y con un mediocre resultado policial que hace dudar no sólo de la eficacia de las fuerzas de seguridad en Bélgica, sino también de la capacidad de sus dirigentes políticos para afrontar una crisis de esta naturaleza.

El estado de excepción, como señaló Giorgio Agamben en el segundo volumen de su «Homo sacer», «es un espacio vacío de derecho, una zona de anomia en la que todas las determinaciones jurídicas son desactivadas». Heredero del viejo «iustitium» contemplado por el derecho romano, su finalidad básica ha sido siempre la de preservar la existencia misma del ordenamiento que se suspende, pues se concibe como la respuesta extrema del poder estatal a los conflictos que ponen en cuestión la supervivencia del Estado. Pero no cabe olvidar que, como también enfatiza el filósofo italiano, «frente a la imparable progresión de lo que ha sido definido como una guerra civil mundial –de la que, añado yo por mi parte, el terrorismo yihadista sería la expresión actual más acabada–, el estado de excepción se presenta como un umbral de indeterminación entre la democracia y el absolutismo».

Digámoslo de otra manera: fundamentar la lucha de nuestras naciones occidentales contra la yihad terrorista en el estado de excepción conduce a negar la superioridad de la democracia sobre las formas protototalitarias en las que se asienta la estatalidad pretendida o emergente de las organizaciones armadas que nos atacan. Tal es el riesgo que se corre de generalizarse el modo como en Bélgica –y con matices menos acusados, también en Francia– se ha abordado la guerra, pues la cuestión crucial no es el empleo de medios militares, además de policiales, para combatir el terrorismo, sino más bien la de hacerlo inmersos en una anomia que desdibuja la división de poderes y niega, aunque con apariencia de provisionalidad, la vigencia de los derechos y libertades individuales.

Es cierto que la experiencia belga en nada nos ha sorprendido debido a que su Estado aparece desdibujado por la fragmentación territorial y a que su Gobierno es más un consejo de notables en el que se equilibran los poderes de las comunidades lingüísticas, que una verdadera institución política nacional. Bélgica ha sido así el paradigma de la ineficacia y la incompetencia para abordar los asuntos terroristas. Tal vez ello no fue grave en otros tiempos, aunque tuviera connotaciones irritantes, como bien sabemos los españoles; pero ahora, cuando el país ha sido severamente implicado en la guerra yihadista, resulta crucial y exige cambios que, simultáneamente, refuercen al Estado y enaltezcan la democracia. En esto, España podría ser el ejemplo a imitar.