Este biólogo cree que no tienes la culpa de nada: «Entender que no existe el libre albedrío es algo muy liberador»
Robert Sapolsky, ganador de la «beca de los genios», cree que no tenemos responsabilidad en ser como somos ni en hacer lo que hacemos
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En la sección final de agradecimientos de su nuevo libro, Robert Sapolsky (Nueva York, 1957) admite que ha tenido mucha suerte en la vida, una fortuna que no se ha ganado a pulso. La teoría que plantea este científico disruptivo en «Decidido» (Capitán Swing) pasa por una realidad en la que no existe el libre albedrío, ya que «no somos ni más ni menos que la suma de aquello que no pudimos controlar». No se trata de un determinismo religioso sino científico en el que cada una de las decisiones que tomamos se explica por un rosario de eventos anteriores que nada tienen que ver con la voluntad y mucho con la actividad neuronal, la educación recibida y hasta el desayuno que hayamos tomado esa mañana.
Este científico ganador de la beca MacArthur (conocida como la "beca de los genios") pasó años estudiando el comportamiento de los babuinos y ahora enseña en la Universidad de Stanford (California). Criado en un hogar ultraortodoxo judío, Sapolsky admite que, al principio, su planteamiento puede dar miedo, pero que acaba siendo algo "muy liberador".
¿Cómo sienta tener a casi toda la comunidad científica en su contra?
Ja, ja, me gustaría creer que no es toda la comunidad. En realidad, la mayoría están siendo conciliadores y reconocen que tengo razón en algunos puntos aunque ellos no irían tan lejos. Algunos están muy, muy de acuerdo y sorprendidos de que los filósofos hayan dicho que es una basura.
¿Por qué tanta oposición y tan apasionada?
Cerca del 95% de esos filósofos son compatibilistas, lo que significa que están dispuestos a reconocer la existencia de ciertas cosas como los átomos o las células y que estamos hechos de ellas. Pero creen que el determinismo puede convivir con el libre albedrío. En el fondo, mi conclusión no es muy grata y es incómoda. O te arrastra a temer que el mundo se desmorone si la gente empieza a creer que no existe el libre albedrío o te deprime directamente porque, ¿para qué esforzarse en hacer nada?
Pero usted afirma que su teoría hará a la gente más feliz.
Trato de tener en mente que los que están en desacuerdo conmigo o escriben cosas buenas o, simplemente, escuchan el debate, somos todos parte de una elite privilegiada con tiempo para dedicarle a esto. Somos los que más tenemos que perder si el mundo decide finalmente que nadie se ha ganado nada ni se merece lo que tiene.
En el fondo, es una teoría muy antiamericana, ¿no? Su país se ha edificado sobre el sueño del hombre hecho a sí mismo.
Es parte del mito de mi país, pero solo uno de cada cien inmigrantes que han venido a ganarse la vida llegan a hacerlo en condiciones. La gran mayoría de aquellos a los que se prometió que podrían ser lo que quisieran no lo lograron.
Su libro tiene implicaciones profundas en lo jurídico. ¿Qué hacer con el criminal si no ha elegido serlo en ningún caso?
Reconozco que formo parte de los intelectuales lunáticos, ya que si se pusiera en práctica mañana mi teoría llegarían el caos y la miseria. Es un proceso lento, una revolución que ha de hacerse dando pasitos muy cortos. La nueva estructura sería viable si se basa en un modelo de cuarentenas con la mentalidad de que, por supuesto, has de proteger a la población de los ciudadanos peligrosos, pero no los demonizas por sus almas podridas. Esto se puede hacer, lo más complejo sería la otra cara de la moneda: cómo motivar a las personas a hacer lo correcto y las tareas más difíciles sin prometerles más salario o reconocimiento.
¿Hay lugar para la superación sin libre albedrío?
Por supuesto. Siempre que la recompensa y el castigo se vean como herramientas útiles y no como virtudes morales. Neuroquímicamente nos gusta castigar, así que hay que tener mucho, mucho cuidado cuando se impone un castigo para ver si surte efecto o solo nos aporta placer. Tenemos que ser capaces de reconocer que nos resulta más fácil premiar a cierto tipo de personas, sobre todo a los que se parecen a nosotros.
Usted creció en una familia judía ultraortodoxa. ¿De qué forma afectó a su pensamiento?
Es terriblemente confuso aceptar que dios nos ha dado el libre albedrío y que por ese motivo maravilloso no tenemos otra opción que adorarlo. Este es el punto de partida de la irracionalidad. Mi experiencia personal cuando tenía 14 años fue una crisis religiosa enorme que se solapó con algo bastante feo que me ocurría y que podía ser interpretado como la voluntad divina. Fue muy difícil. De pronto, una noche me desperté y lo comprendí todo. Ni había dios ni había libre albedrío, vivimos en un universo vacío e indiferente. Todo cobró sentido.
Vaya, suena duro.
Sí. Es una verdad que no tiene por qué hacerme más feliz, pero al menos me ayuda a entender y a explicarme el mundo en que vivimos. La noción de que somos los capitanes de nuestro destino es una herramienta muy peligrosa que ha provocado que mucha gente fuera maltratada por causas que no estaban bajo su control.
El concepto de libre albedrío es muy cristiano.
Creo que fue Kierkegaard quien dijo que ser un buen cristiano consiste en ser capaz de mantener dos ideas contradictorias en la cabeza. El problema es que en el camino hay mucho sufrimiento.
¿Cambiar es imposible?
Para nada. Cuando explicas que no existe el libre albedrío, la primera reacción es echarse las manos a la cabeza y predecir que si la gente se lo cree ya no habrá ninguno freno moral. Nadie tendrá que rendir cuentas y reinará el caos. Luego ya empiezas a pensar que, si todo está predeterminado, ¿para qué molestarse en hacer nada? Ahí está la diferencia entre el determinismo científico que yo defiendo y el calvinista. Claro que la gente cambia drásticamente, también las culturas. Hay una enorme capacidad de cambio en el mundo y muchas de esas transformaciones nos brindan grandes logros y esperanzas. La clave está en que no elegimos libremente ese cambio, nos cambian las circunstancias que operan sobre una persona determinada en un momento concreto. Hay que reconciliarse con la idea de que somos organismos biológicos que aprenden con lo que les sucede y acaban entendiendo dónde están los botones y las palancas.
Es interesante eso de que haya deterministas parciales.
Es como creer que una mujer pueda estar medio embarazada. No se sostiene, no tiene lógica. Hay un capítulo en el libro sobre cómo ha ido modificándose la idea de libre albedrío en distintos ámbitos y momentos históricos. Siempre que hemos aceptado su ausencia, aunque haya costado, el mundo se ha convertido en un lugar mejor. Uso el ejemplo de la epilepsia. Durante siglos, en Occidente se creía que era un signo satánico y a la gente se la quemaba por ello. Luego se comprendió que se trataba de una disfunción neurológica. Ahora si a alguien que no sabía que tenía la enfermedad le da un ataque conduciendo y mata a un viandante no le tachas de demoniaco, sino que le compadeces. Otra cosa es si ese conductor ya sabía que era epiléptico pero decidió no tomar ese día la medicación por los efectos secundarios. Ahí es donde entran el juicio y la condena. El primer conductor es una máquina biológica haciendo algo, pero el que sabía que estaba enfermo y no se medicó es alguien diabólico. Pero es que tanto uno como otro son máquinas biológicas exactamente igual. Ninguno de los dos tuvo ningún poder sobre el tipo de personas en que se convirtieron para acabar causando un accidente mortal. Tampoco la persona que se acabó convirtiendo en la Madre Teresa de Calcuta.
Parece que somos más compasivos con las taras físicas que con las de otro tipo.
Ahí reside el doble rasero o la dicotomía. No tenemos ningún control sobre el tipo de personas que llegamos a ser. Solemos decir que hay gente que malgasta los talentos naturales y otros que le sacan un partido increíble y les admiramos por ello, como si esa actitud no fuera biológica y estuviera hecha de espíritu o de otro material. La verdad es que vienen del mismo sitio.
¿Usted cómo lleva esa creencia en su vida diaria?
Sinceramente, también tengo que luchar contra la visión mayoritaria y a veces caigo. Como cuando me veo en la obligación de poner notas a mis alumnos porque tengo que conservar mi trabajo, claro. Si tengo un alumno brillante y rápido y otro que se esfuerza muchísimo porque es menos capaz me sale instintivamente premiar al segundo y ponerle mejores notas. Y, de pronto, me acuerdo de lo que he escrito en mi libro y me freno, ja, ja.
Desde el punto de vista de la neurociencia, ¿qué tiene más peso en ser como somos? Habla de neuronas, hormonas, genes, la crianza...
Es una pregunta que te hace elegir, como qué sabor de helado prefieres. La respuesta, que me ha costado décadas encontrar, es que no son disciplinas distintas. Todas desembocan en el mismo sitio. Si tú ves una película que te inspira a ser mejor persona eso se puede explicar desde la psicología o por cómo te educaron o tus niveles hormonales esa tarde. Es todo lo mismo. Esa dicotomía entre mente y cerebro o genes y entorno es inútil. Lo constructivo es entender que para un problema determinado funcionará algo concreto. Por ejemplo, para la depresión, puede funcionarte una herramienta de psicoterapia o farmacológica o de apoyo social.
Su teoría se basa en que ninguna neurona actúa sola, que lo hace en un contexto determinado.
Así es. Lo que dice el libre albedrío es que lo que haces es independiente de lo que te rodea en ese momento y de tu historia personal. Cuando observas por qué se ha producido un comportamiento determinado te das cuenta de que ha ocurrido porque hace un segundo tus neuronas han reaccionado, y tus hormonales esa mañana estaban a un determinado nivel, y tu educación fue así y tus genes asá, etc. Cuando ves todos esos pasos previos llegas a esta realización. Los que creen en el libre albedrío me exigen que demuestre que no existe y yo respondo que eso es como pedirme que pruebe que no existe Santa Claus o los espíritus. La ciencia ha llegado tan lejos en explicar cómo somos que la responsabilidad de demostrar que el libre albedrío es cierto debe recaer sobre sus defensores. Que me demuestren que una neurona puede actuar aislada de ese cerebro, de su historia, de todo lo que está ocurriendo alrededor, del nivel de glucosa, etc. No me hables de magia o de espiritualidad o de física cuántica que nadie entiende. Demuestra biológicamente cómo funciona eso. No pueden.
Su teoría niega de alguna manera que exista un ser separado de todo ese resto de cosas. Vamos, que no hay nadie dirigiendo la orquesta.
Justo, esa es la palabra. Separado. No hay un ser al que le arrojes ocho billones de neuronas y emerja distinto. Esto de que cada uno no es el director de su orquesta es muy difícil de digerir para mucha gente, pero es que el sistema es uno complejo en el que no hay un conductor. No existe alguien que traza un plan y lo aplica. Entiendo que es algo disruptivo.
También es liberador, ¿no?
Totalmente. En mi caso, con 14 años me di cuenta de que ya no iba a tener que reconciliar más la realidad del mundo con la noción de un dios. No hay más.