Ángela Vallvey

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La Razón
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España es un país iconoclasta. Va a su bola. No es muy partidario de los iconos, las figuras, los figurones... O quizás sí que lo es, pero cuando los españoles se hartan de sus ídolos les pegan fuego, sin reparar en si son tallas de madera en una iglesia o padres de la patria. No sé cómo se compadece ese espíritu iconoclasta, que tiene un cierto toque protestante, con la tradición católica del país. Un icono ejerce las funciones de indicador, representa el faro en las tinieblas de la historia o del día a día. Pero cada vez gustan menos los intelectuales, que en los países civilizados venían ejerciendo esa función hasta la fecha (ahora, ¿habrán sido sustituidos por youtubers?). Sólo se tolera la figura del sabio si es nonagenario, porque saber que el docto compatriota está a punto de palmarla de pura senectud le hace ser perdonado del pecado de su erudición, su conocimiento, su aristocracia mental. A la sociedad española no le gusta que le den lecciones. «¿Y este quién se ha creído que es?» podría ser, a este respecto, el lema de un país que tiene más listos por centímetro cuadrado que la Enciclopedia Británica. Si bien en esto, como en tantas cosas, no somos tan especiales como creemos. Antaño se contaba que a la vecina Francia llegó un norteamericano amigo de Jean Cocteau. El hombre no dejaba de admirarse de todos los monumentos que estaba contemplando en su viaje por tierras galas. Él provenía de un país joven y se quedaba boquiabierto con la cantidad de historia que le sorprendía al paso. En un momento dado comentó: «¿De dónde sacan ustedes piedras suficientes para los monumentos de tantos difuntos personajes ilustres?». Y Cocteau respondió sin dudarlo: «Es muy fácil. Usamos las piedras que les arrojamos cuando están vivos».