José María Marco

No nos moverán

La Razón
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Parece que esta semana empezarán las negociaciones, al menos las públicas, entre el Partido Popular y Ciudadanos. Desde las penúltimas elecciones han pasado ocho meses y más de cuatro semanas desde las últimas. Está bien tomarse las cosas sin precipitaciones, claro, pero sin exagerar.

Se habla mucho del «cainismo» propio de la sociedad española. El caso es que el «cainismo» existe en todas partes, sin olvidar esa región particularmente cainita que es Europa. Además, los españoles tenemos una larga tradición de gobiernos de coalición. Los ha habido y los hay en las comunidades autónomas, donde la excepción son, en general, los gobiernos en solitario. También los hay en los ayuntamientos. No siempre ha habido mayorías absolutas en las Cortes y en 1993, 1996, 2004 y 2008 tanto el PP como el PSOE tuvieron que buscar apoyos externos para gobernar. Bien es verdad que pertenecemos a un pequeño grupo de países europeos, con Francia y Gran Bretaña, a los que no les gustan las coaliciones en el Gobierno central. Los tres países tienen sistemas de representación que tienden a lo mayoritario y una tradición política ajena a la coalición (las cohabitaciones francesas son matrimonios muy a la fuerza). En el resto de los países europeos, y en el gobierno de la UE, en cambio, priman las coaliciones de dos, tres o incluso más partidos.

Nada de eso parecía existir antes del final del «bipartidismo», que iba a traer un horizonte nuevo de participación, transparencia y rendición de cuentas. El guión lo inspiraba una serie danesa postmoderna, Borgen, en la que la jefa de un partido minoritario era elegida primera ministra después de que se descartaran los más votados. Los representantes de la nueva política se disponían a gobernar sin haber ganado las elecciones. Se vio muy bien en la rueda de prensa en la que el compañero Pablo Iglesias se nombró vicepresidente y escogió sus ministerios, soberano en una tienda de chuches (paga el contribuyente).

Es cierto que las elecciones del 20-D abrieron un ciclo nuevo. El pistoletazo de salida lo habían dado los nacionalistas catalanes al dar por cumplida la nacionalización de Cataluña y pasar a reivindicar la independencia inmediata. A partir de ahí eran imposibles las tradicionales alianzas entre partidos nacionales y partidos nacionalistas, siempre dispuestos a negociar porque –estos últimos– consideraban más rentable no entrar en el Gobierno central y –los primeros– por incapacidad para pensar su acción política en términos nacionales. La nueva situación requería, por tanto, o bien una nueva mayoría absoluta o bien un enfoque nuevo, con acuerdos entre los dos, que renovara los pactos nacionales de la Transición.

Tal vez habría ocurrido así de no haberse cruzado la crisis y la «nueva política». No hubo simetría entre la aparición de Podemos y Ciudadanos, pero en algún momento entre 2011 y 2015 el PP y el PSOE renunciaron a seguir siendo los grandes partidos que habían sido hasta entonces. El PP cedió el centro. Cierto que fue un abandono simbólico, pero el PP se desentendió de los jóvenes y de una parte de los votantes urbanos, suyos hasta entonces. Es la cuenta pendiente de Ciudadanos con el PP. El PSOE, por su parte, impulsó la aparición de un movimiento de extrema izquierda. La esperanza de que cualquiera de estos dos nuevos partidos pudiera suplir a los nacionalistas se desvaneció el mismo 20-D. Quedó la necesidad de llegar a alguna clase de acuerdo entre dos de ellos y, por lo menos, un tercero (PP-C’s + PSOE o PSOE-C’s + Podemos).

Descartada la idea de que el PP dejara gobernar a socialistas y Ciudadanos, y a pesar de cierto «malaje» característico que ha pagado a precio de oro, el PP se ha mostrado dispuesto al pacto desde el primer momento. Lo mismo le ocurre, aunque por otras razones, a Podemos. Los problemas vienen de los otros dos. Por parte de Ciudadanos, a causa de la cuenta pendiente con el PP y por el recelo a disolverse en una estructura más consistente y rodada, que además les haría perder su marchamo centrista. Y por parte del PSOE, por el miedo a dejar toda la oposición, y toda la izquierda, en manos de Podemos, hijuela y rival a un tiempo.

El planteamiento de Ciudadanos, aunque discutible y espinoso, resulta fácil de entender. El caso del PSOE requiere tener en cuenta la crisis general de la izquierda postsocialdemócrata, que afecta a todos los partidos socialistas europeos, y también algunas características propias de los socialistas españoles. Una de ellas es su alergia a conceptos como «nación» o «nacional» aplicados a España, no a las «naciones» autonómicas. Así ha llegado a su disolución interna como partido nacional tras la labor de destrucción a cargo de Rodríguez Zapatero, uno de esos nihilistas que de vez en cuando nos tocan al frente del Gobierno (esto sí que parece un rasgo español.) La otra es el cultivo sistemático de un radicalismo político infantil, realimentado por el sectarismo y el crudo interés de las elites culturales de nuestro país, puestas al servicio de una fantasía ideológica. Así es como resulta verosímil ese fantasmal «socialismo» que es una alternativa al sistema y permite deslegitimar como antidemocrática, por no decir franquista, a «la» o «las derechas», como en la Segunda República. Vivimos en la resistencia. «No nos moverán», por tanto. Los demás seguiremos esperando el pacto.