Atentado en Londres

Quemar las horas

La Razón
La RazónLa Razón

A Donald Trump le sorprende que nadie discuta las draconianas restricciones impuestas a la posesión de armas en Reino Unido. «¡Eso es», responde, «porque [los terroristas] usaron cuchillos y un camión!». Yo supongo que el muy ladino deslizaba la hipótesis de que una ciudadanía con pistolas habría podido defenderse. Pero es mucha hipótesis. Aparte, obvia el detalle de que los terroristas empuñarían kalashnikovs. El presidente imagina a la masa en modo Clint Eastwood y a los malos acribillados como naipes bajo el fuego amigo de unos transeúntes que en sus ratos libres desdoblan en boinas verdes. No digo que el vecino o la abuelita no incuben un Navy Seal capaz de enfrentar al yihadista de turno, pero en el baile de muertos que vivimos parece más sensato dificultar el libre acceso a las pistolas. También tiene su aquel el otro tuit presidencial. Cuando hace mofa del alcalde de Londres, el musulmán Sadiq Khan, por haberle pedido sosiego a la ciudadanía mientras la policía tomaba la ciudad. Hay que leer la realidad con los pies y los partes de prensa con el culo para escribir esto: «¡Al menos siete muertos y 48 heridos en un ataque terrorista y el alcalde de Londres dice que «no hay razón para alarmarse»!». Trump vence y convence porque su cerebro asimila la realidad al ritmo espasmódico de sus seguidores. Contextualizar, no digamos ya leer las declaraciones completas de Khan, les resulta tan inútil como inoperante. Hay que mentir, porque ese es el juego, y la fórmula más rauda consiste en manipular las palabras ajenas hasta que encajen como chicles en el ruidoso happening de nuestras fantasías. Sólo así se explica que, lejos de estropearle el desayuno, cada vez que alguien le caza en una trola cloquée como una gallina y largue otras siete paridas. Difama que algo queda, rezaba el viejo proverbio. Aunque nadie imaginana hasta qué punto las redes sociales, en manos de un patán consagrado, funcionarían como bafles del caos. La invención permanente de un discurso ajeno a la verdad, que repta por las venas del mundo con éxito creciente, coincide con la crisis del periodismo. Caído el prestigio de los viejos diarios, a merced de las noticias falsas y sus propaladores, cualquier simio con corbata está en disposición de inventarse sucesos. Peor: de ordenar el guión informativo y establecer las jerarquías del discurso público. Obviamente ayuda que el citado gorila viva en la Casa Blanca. Así las cosas, en lugar de preguntarnos por las causas últimas del terrorismo y el ataque permanente que vive Occidente, lejos de discutir qué podemos hacer y cómo, quemamos las horas en desmontar falacias. La teatralización de la vida, fomentada por un presidente que es, en sí mismo, puro teatro del absurdo, nos distrae igual que el alumno payaso descarrila la lección del día. Los enemigos de la democracia pelean para desarbolarla y la charcutería intelectual del señor Trump no hace sino regarnos de orines intelectuales. Entrampados en sus delirios, compramos al verdugo el tiempo que nosotros perdemos.