Restringido

Septiembre

La Razón
La RazónLa Razón

Septiembre huele a lluvia y a higos. Septiembre es un dulce racimo de uvas recién vendimiadas. Es el silencio del bosque y la caída de las primeras hojas. En las eras solitarias y abandonadas de los pueblos habrán brotado ya los espantapastores, que anuncian la trashumancia, venida a menos, esa es la verdad. Septiembre adelante, con el tempero, salen los tractores a la barbechera. Y el sol septembrino madura el membrillo. Por septiembre, dice el poeta Luis García Montero, se te llenan de humo los síes en la boca. (Los síes y los noes: buena metáfora para las urnas del 27 en Cataluña, entre barretinas y esteladas, envueltas esta vez en humo pestilente). Septiembre es la vuelta a casa tras la escapada del verano, el trabajoso regreso al tajo, el perezoso reencuentro con la oficina. Todo vuelve a empezar, hasta los mítines y el morral de promesas. Empieza el nuevo curso. Los niños estrenan mochilas de colores camino del colegio. En mi pueblo y en centenares de pueblos de España nadie abrirá la escuela en septiembre. Ni se escuchará desde la plaza el monótono recital de la tabla de multiplicar. Allí no empieza nunca el curso. El maestro ni está ni se le espera. Hace años que la escuela permanece cerrada. En muchos casos porque en el pueblo no queda un alma y en otros muchos, porque los niños son trasladados de madrugada en furgonetas, como las del reparto del pan –hace tiempo que tampoco huele a pan en el pueblo– al moderno centro escolar de la cabecera de la comarca o de la capital. ¿Cómo se puede vivir en un pueblo sin niños y sin que huela a pan? En septiembre, los pequeños pueblos, pasadas las fiestas y la marcha de los veraneantes, volverán a encerrarse en sí mismos. La soledad y el silencio sepulcral envolverán el caserío. Sólo se oirá el rumor de la fuente en la plaza.