Fauna

Una historia de caza

La Razón
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Aunque parezca fruto de la imaginación pertenece a la realidad. Me lo contó el embajador José Cuenca, que lo fue –entre otros muchos destinos diplomáticos–, de España en Rusia. Pepe Cuenca es también un estupendo escritor de la naturaleza, la caza y las costumbres de nuestras vidas.

Siendo Cónsul de España en una ciudad petrrolífera de los Estados Unidos, entabló amistad con más de un componente de la auténtica «jet set». La «jet set», en la que hoy incluyen a Paquirrín y Gloria Camilla, la formaban los empresarios y propietarios de los pozos de petróleo de Houston o Tejas, que volaban en sus «jets» a cenar en París, comprar un par de zapatos en Londres o llevarse un jamón de Madrid. En una memorable entrevista, la genial Lola Flores le confiesa al entrevistador: «Desde que soy de la «yetsé» he perdido intimidad».

Instalado en el Moscú de Yeltsyn, Pepe Cuenca recibió la visita de uno de sus multimillonarios amigos de Houston. Un cazador en todos los sentidos. Se alojó en el Hotel Metropol, inmediato a la Plaza Roja y el Teatro Bolshoi. Había intimado con todas las prostitutas que acudían al bar del hotel y que tanto lo humillaban. Todas eran ingenieras nucleares, doctoras en filología rusa o arquitectas, lo cual desasosegaba al cazador Jackson, que así será llamado en el presente artículo.

Jackson trasladó al recepcionista del hotel su deseo de cazar un oso. En Rusia hay decenas de miles de osos, desde el Grizzly hasta el negro, pero no viven osos en las cercanías de Moscú. No obstante, funcionó la mafia, y dos días más tarde le comunicaron que un oso había sido avistado en una urbanización a pocos kilómetros de la capital de Rusia. Se trataba de una urbanización construída por altos dirigentes comunistas de la URSS, con impresionantes «dachas», amplios jardines y férrea seguridad. Y vivía un oso. Eso sí, tuvo que invertir 200.000 dólares en concepto de adelanto.

Jackson fue llevado hasta la urbanización, en la que abundaban los bosques de abedules. La mafia no le tenía informado de que el oso en cuestión lo habían comprado en un circo. Y Jackson, atendiendo al guía de la expedición, se situó en el sopié de una ladera muy cercana a la querencia de la temible fiera. En efecto, a los pocos minutos apareció en la cuerda de la ladera el oso. Un oso bastante desvencijado y preso del desconcierto. Jackson disparó. Las balas rebotaban en los troncos de los abedules, y el oso se apercibió de que ahí estaba sucedía algo extravagante, ajeno a la normalidad. Cuando un oso se asusta o se enfurece, se incorpora asentándose exclusivamente en sus miembros motores traseros, las patas. Sucedió que por el camino de la urbanización surgió de un curva el cartero de la misma montado en su flamante bicicleta. El cartero, como el oso, tardó dos segundos en concluir que allí sucedía algo extraño. Un tipo disparaba desde el sopié y un oso se mantenía erguido en la mitad del camino. El cartero, que no era tonto, abandonó la bicicleta y haciendo croqueta hacia la otra ladera terminó por encontrar un bosquecillo de abedules y se amparó detrás del más robusto de ellos. Jackson seguía disparando, las balas se empeñaban en rebotar en los troncos, y el oso permanecía en pie, mostrando su honda preocupación y un principio de enfado.

Al fin, el oso reparó en algo que le era conocido. Una bicicleta. La del cartero. El oso protagonizaba en el humilde Circo donde fue adiestrado, el número de la bicicleta. Era un oso ciclista. Montaba en bici divinamente, y ni corto ni perezoso, mientras Jackson se empeñaba en seguir agujereando los troncos de los abedules, el oso llegó hasta la bicicleta del cartero, se montó en ella, y pedaleando desapareció.

Por primera vez en la historia universal de la caza, la pieza a abatir se le escapaba al cazador montado en una bicicleta, y lo que es más grave, a toda pastilla. Jackson, que ya ha cumplido los 85 años, vive en su rancho de Tejas con una depresión resistente a toda suerte de fármacos y cuidados. No habla. Mira al horizonte, y de cuando en cuando, rompe a llorar. No volvió a tomar entre sus manos sus armas de caza, y según sus cuidadores, cuando la luna llena ilumina el cielo, Jackson le dedica al oso ciclista toda suerte de improperios durante su sueño, lo cual carece de importancia porque el oso, de haber sobrevivido, sigue en Rusia ajeno al mal que sufre su fracasado cazador.

Es una historia de caza, no un cuento inventado. Y como me hallo aún en tierras y montañas de osos pardos, me complace compartir con mis lectores este acontecimiento cinegético del millonario, los abedules, el oso ciclista, el cartero de la urba y el ridículo total. Así descansamos, aunque sólo sea por un día, de idiotas y traidores.