Joaquín Marco

El gran iceberg

La Razón
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Expertos de doce países están trabajando en el seguimiento del iceberg A 68, parte de la plataforma Larsen C en la Antártida, resultado de una gran ruptura que la separó del Continente. Según parece las corrientes internas de la zona y el viento lo arrastran lentamente hacia el, para mí incógnito, Mar de Weddell. Pese a la oscuridad reinante pudo ser fotografiado gracias al satélite español Deimos Imaging que pertenece a una compañía canadiense. Posiblemente se mantenga meses en la costa oriental de la Península Antártida y acabe troceándose. Pero nadie duda ya de que el fenómeno que se produjo el pasado día 14 es consecuencia del calentamiento de la atmósfera. No importa mucho si el presidente del país más contaminante del mundo sea un convencido negacionista climático y abandonó el Pacto de París que suscribió Obama. La actual política estadounidense parece reducirse a ir borrando las huellas del anterior presidente y tal vez inmerecido Premio Nobel de la Paz. Rajoy tampoco habla ya de su primo, catedrático de Física, tan escéptico otrora del calentamiento climático. Porque, al margen de los admirables ecologistas de toda la vida, los especialistas y el sentido común, menos común de lo que debiera, quedan todavía unos pocos que defienden el no pasa nada, asegurando que los cambios climáticos que ya soportamos son fenómenos tradicionales y otros que, pese a las evidencias, contaminan con alegría y sin control. Pero la imagen polivalente del iceberg en su camino hacia quién sabe dónde y la enorme placa de hielo que, según los expertos, se irá despedazando e incrementará la altura de las aguas marinas, tiene mucho que ver también con la naturaleza humana y nuestro inconsecuente orgullo. La masa de hielo que nuestros ojos o sofisticados aparatos pueden observar es tan sólo la mínima parte de la gran masa de hielo que subyace.

El día 14 de abril de 1912, a las 11:40 de la noche, el capitán del Titanic, el transatlántico más seguro de entonces –y el más lujoso– avistó un iceberg y pretendió sortearlo. No chocó contra él de frente, sino que fue la masa oculta de hielo, la que rasgó el acero de sus bajos y convirtió su hundimiento en referencia obligada de los icebergs y, a la vez, ejemplificó nuestra fragilidad y a la de cuanto nos rodea. El cine la transformó en épica. ¿Quién no recuerda aquella infeliz y valerosa orquesta que amenizó el desalojo de los supervivientes y la lenta desaparición del buque bajo las frías aguas? ¡Qué hermoso símbolo del significado de la belleza para cuantos viajaban con inconsciente seguridad, aunque su inútil sentido acabara en el fondo de los mares! Bien es verdad que los hielos de los polos de nuestro planeta se quiebran y producen icebergs. Pero esta enorme plataforma de hielo desgajada de la Antártida responde con toda seguridad a una alteración climática global que se inicia tímidamente con la revolución industrial en una parte del mundo –la más desarrollada– y se acelera desde el siglo XX, con el progreso de las sociedades del bienestar. A ello contribuyen ahora, sin duda, los países asiáticos y en especial una China rompedora, aunque firmó finalmente el Tratado de París que Trump ha abandonado con objeto de aislar su «gran América». De no frenar la acelerada combustión energética nuestro planeta acabará con las condiciones para su habitabilidad. Se habla ya utópicamente de la emigración de nuestros descendientes a la Luna o a Marte. Pero la imagen del iceberg nos sugiere también múltiples actitudes que no nos resultan ajenas. Nuestra vida (y la sociedad que hemos ido construyendo) mantienen zonas sumergidas, incógnitas para los demás y hasta para nosotros mismos, aunque puedan en algunos momentos adquirir algún sentido.

Nada en la Naturaleza puede considerarse ajeno y arbitrario. Acabaremos en polvo –tal vez enamorado, como deseaba el poeta–, pero en el seno de un planeta (y carecemos de otro alternativo) que se transformará también en polvo estelar cuando se apague en su día nuestra estrella. De ella dependemos, porque nada permite suponer que podamos alcanzar otra galaxia más lejana. Pasará el presidente de los EE.UU., ya tan amigo de Francia, y habrá que reforzar las medidas para disminuir el deterioro de un planeta que entendemos como de nuestra propiedad, en lugar de disfrutarlo como regalo que se nos entregó al nacer y que deberíamos preservar para nuestros sucesores. La gravedad del problema climático, el comprobado deshielo de nuestros casquetes polares ya no es política intrascendente. Quienes vivimos parte de la primera mitad del pasado siglo podemos testificar que el clima y sus consecuencias: paisaje y fauna eran entonces algo distintos. Conocí la España agrícola, tan diferente de la de mi abuelo que emigró, al filo del 1900, de un pueblo vinícola a una gran ciudad. En mi infancia, la basura se recogía en la gran ciudad con carros tirados por caballos. La seguridad nocturna dependía de vigilantes y serenos que nunca fueron funcionarios. Para subir la escalera, tras llamarlos con sonoras palmadas, te ofrecían una pequeña vela para iluminar el ascenso. Se hacía necesaria la propina, nuestro estandarte, otra forma modesta de corrupción. Formaban parte del servicio municipal y eran imprescindibles a la hora de llamar a cualquier médico durante la noche o eran requeridos para algunos asuntos comunitarios. La memoria personal, la historia reivindicada, constituye nuestro helado y peligroso iceberg con su hielo invisible.