Joaquín Marco

París era y será una fiesta

La Razón
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El escritor estadounidense Ernest Hemingway vivió, en el París de los años veinte, la creatividad y el arte que se forjaba tras la I Guerra Mundial, en la que participó. De aquellas experiencias, sobre las que escribió diversos apuntes, elaboró, ya en Cuba y entre 1957 y 1959, un libro de materiales autobiográficos que se publicó póstumamente en 1964 como «A Moveable Feast» y que se tradujo al español con el feliz título de «París era una fiesta». Aquella capital del nuevo arte y de una sociedad que se renovaba, ya multicultural, no es el París de hoy, más gris, menos creativo, más turístico, multirracial, pero la capital francesa ha sabido generar siempre –y no sólo entre los occidentales– la «alegría de vivir», un lema que la define. Pero la noche del pasado viernes, como había hecho en anteriores ocasiones (en los trenes el 11-M, por ejemplo), un terrorismo bien planificado logró alterar las formas de vida de los parisinos y de cuantos seguirán yendo a la mítica Ciudad de la Luz. París es el símbolo de muchos de los valores que rigen nuestras vidas. El pequeño grupo de yihadistas que ensangrentó la noche con sus incalificables matanzas en las terrazas de los restaurantes y en la sala de fiestas Bataclan eligió meticulosamente sus objetivos. Pero el miércoles, varios comandos procedentes de Bélgica fueron ya neutralizados en Saint-Denis, incluido su cerebro belga, Abdelhamid Abaaoud, muerto en la operación. El presidente François Hollande ha considerado los hechos como un acto de guerra. Se decretó un estado de alarma por tres meses que vendrá a limitar los derechos civiles de los franceses, se controlaron fronteras y se activó la cláusula para la defensa colectiva en los países de la Unión, aunque las colaboraciones se reducirán al ámbito bilateral, así como con los EE.UU., tras la visita de John Kerry a París el pasado martes. Y a todo ello se ha sumado Rusia, aliada preferente de Francia, que ya bombardea Siria tras comprobar el origen del atentado de su avión de pasajeros sobre el Sinaí.

El presidente francés está en su derecho al entender que los ataques terroristas del pasado viernes fueron un acto de guerra del Estado Islámico ISIS o Dáesh contra Francia o Europa. Se planificaron desde Bélgica (que se mostró incapaz de albergar el partido de fútbol amistoso entre este país y España) y más tarde, en Alemania, el de su país y Holanda, en Hannover. El miedo se extiende en Europa como la pólvora y no cabe duda de que semejantes alteraciones pueden ser entendidos por ISIS como una victoria pírrica contra los infieles. Bucear en los orígenes de los conflictos que asolan en primer lugar a los mismos países islámicos, víctimas de guerras religiosas y tribales con un gran número de muertos, desplazados en los campos de países limítrofes y emigrantes a Europa, nos llevaría muy lejos, aún más allá de las guerras de Irak. A Tony Blair le ha costado doce años admitir que aquella guerra, cerrada en falso, se basó en la mentira de la existencia de armas de destrucción masiva. Alguno de los terroristas que se inmolaron en la sala Bataclan dijeron hacerlo por Siria. Sin embargo, los únicos que han logrado palpables victorias en el terreno contra las débiles fuerzas de ISIS han sido los kurdos, atacados, a su vez, por Turquía, que bombardea la región. La unidad de los partidos franceses se hizo patente en la reunión del Congreso y el Senado y se manifestó con el canto de «La Marsellesa» (como en el partido amistoso que enfrentó en Londres a Francia e Inglaterra). Pero el partidismo –próximas unas elecciones regionales– disgregó lo que es deseo antes que realidad. La racionalidad francesa no discrimina según la religión y el estado francés (como el español), aunque de forma indirecta, subvencionan incluso la construcción de mezquitas.

Francia es un estado laico y aunque los terroristas fanáticos se inmolen en el nombre de Alá (o Dios) conviene no confundir creencias, siempre respetables, con la violencia indiscriminada. La fuerza popular ha sido el motor más decisivo en los momentos difíciles. Los países occidentales no contemplan todavía una acción terrestre contra un Estado Islámico que ya no es sólo idea, sino que cuenta con territorio, recauda impuestos, cobra rescates y abastece de petróleo a algunos países, proclama sus leyes coránicas, practica el degüello y mantiene un reducido ejército. Hace gala de una estética inspirada en el mundo de los juegos de internet y aprovecha las redes sociales, aunque vive en una implacable Edad Media. Los bombardeos pueden debilitarlo, pero no destruirlo. Resulta más peligrosa su Tercera Columna, infiltrada y emboscada en el interior de los países europeos, porque no siempre resulta controlable aunque miles de individuos lleven colgada en su ficha policial la S de sospechoso. El fenómeno dispone de tantos flecos que los analistas se ven incapaces de realizar un diagnóstico simple y los políticos de tomar decisiones efectivas. Aquellos fanáticos defienden el «¡Viva la muerte!» que a los españoles, al menos, debiera hacernos reflexionar. Erradicar el peligro nihilista en Europa no puede significar cerrar la inmigración, ni cercenar libertades. París debe seguir siendo una fiesta, símbolo de una felicidad tal vez inasequible. Europa no debería amilanarse y debe defender el modo de vida que nos caracteriza.