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Ovnis en la Casa Blanca

Winston Churchill creía en la vida alienígena. Y no sólo él. Los círculos oficiales americanos lo consideran un asunto prioritario para la seguridad.

Imagen de la película «La Tierra contra los platillos volantes», una cinta de ciencia ficción del año 1956
Imagen de la película «La Tierra contra los platillos volantes», una cinta de ciencia ficción del año 1956larazon

Winston Churchill creía en la vida alienígena. Y no sólo él. Los círculos oficiales americanos lo consideran un asunto prioritario para la seguridad.

Posiblemente estaba a punto de enfrentarse al mayor reto político, militar y personal de su vida. Y no sólo de su vida. El mundo estaba a punto de afrontar los acontecimientos más dramáticos y decisivos desde hacía siglos: el ascenso del nazismo en Alemania, la presión del comunismo soviético, los albores de la Segunda Guerra Mundial. Pero Winston Churchill ocupaba sus ratos de ocio en otros menesteres. Por ejemplo, en pensar en extraterrestres. Así lo demuestra un ensayo desconocido hasta ahora que el Primer Ministro británico quiso publicar, sin éxito, en octubre de 1939 y que acaba de ser desenterrado de entre un montón de documentación olvidada en el museo dedicado a su figura en Fulton, Estados Unidos.

Son 11 gloriosas páginas de bellísima divulgación científica, transidas de algunos de los tópicos tan de moda en ese primer tercio del siglo XX: la investigación de otros mundos, el viaje a planetas lejanos, la vida extraterrestre. Porque, a punto de embarcar a su país en la mayor confrontación bélica de la historia europea, Winston creía en la vida alienígena. «Y es que no estoy tan cegado por el progreso de nuestra civilización humana –escribió– como para pensar que nuestro planeta es el único reducto en la inmensidad del universo que contiene criaturas vivas, pensantes o que nosotros somos el ejemplo más elevado de desarrollo físico o mental en la vasta brújula del espacio y el tiempo».

Churchill imaginaba otros planetas habitados, otros mundos llenos de vida. Incluso soñaba con la posibilidad cercana de que los seres humanos pudieran visitarlos, décadas antes de que comenzara lo más granado y ambicioso de la carrera espacial. Y es que, entre los más de 30 millones de palabras que dejó escritas durante su vida, además de discursos, guías de viaje por África, memorias de guerra y análisis de historia militar (que le sirvieron para merecer el premio Nobel de Literatura en 1953), encontró espacio también para la ciencia. No en vano, el político británico recibió toneladas de libros enviados por su madre durante su juvenil destino en India, entre ellos obras de ciencia tan importantes como el mismísimo Origen de las Especies de Darwin. No en vano gozó de una fugaz amistad de H.G.Wells, cuya Guerra de los mundos, devoró. No en vano fue uno de los primeros primeros ministros británicos que contó con un asesor en temas de ciencia, Frederick Lindemann, un físico que le proveía de resúmenes inteligentes sobre las líneas de investigación científica más punteras. No en vano se citaba de cuando en cuando con Bernad Lovell, el padre de la radioastronomía.

De aquellas fuentes extrajo sus ideas sobre el cosmos. No tan avanzadas como pudiera pensarse. Churchill no adelantó ningún descubrimiento científico: se limitó a recoger el calado de lo que se cocía en los corrillos de la investigación, de la ciencia y de la ciencia ficción en una década en la que empezaba a cuajar el culto al progreso encarnado en la técnica, la aeronáutica, la medicina... Fue el tiempo de los primeros diseños de robots, de las discusiones de una embrionaria física cuántica, de la fama de Einstein, de los primeros pasos de la era atómica, de los misiles balísticos, del conocimiento de la biología molecular como nunca antes se había tenido. Cualquier mente curiosa (y Churchill lo era) se extasiaba con visiones de un mundo mejor gracias a la ciencia. Y también de un mundo peor. Porque esa misma iconografía tecnocientífica empezaba a aventar temores humanamente irracionales. Un año antes de que Churchill escribiera su ensayo sobre alienígenas, Orson Welles había atemorizado a su audiencia radiofónica de la CBS con su adaptación en directo desde el Teatro Mercury de la invasión alienígena imaginada por H.G Wells 40 años antes. El auge de la balística, el furor militarista y el acercamiento a otros planetas gracias a los mayores telescopios construidos jamás favorecieron la inconografía OVNI. Los temores atávicos milenarios tomaron la forma de platillos volantes, pseudohumanos con cuerpo alargado y ojos de reptil, rayos láser mortales e invasiones planetarias. De hecho, el primer registro de una supuesta nave extraterrestre visitando la Tierra (con forma de boomerang más que de plato) data de 1947, cuando un comerciante de Oregón alertó al FBI de la presencia de estas naves en las montañas Cascade. Al relatar su visión a una pareja de periodistas del East Oregonian, advirtió que «las naves volaban erráticamente, como si fueran platos chocando en el agua del río». Los periodistas recogieron por error que las supuestas naves ET tenían forma de plato. Desde ese momento, miles de personas en todo el planeta comenzaron a creer que veían platillos volantes en el cielo. El mismísimo Churchill tuvo años después su propio affaire con los platillos durante su segundo mandato (1951-1955). Por aquellos años, la creencia en los OVNIS estaba tan arraigada en la población que los servicios de inteligencia británicos recibían una media de una denuncia semanal alegando un posible encuentro con platillos volantes. Según ciertas fuentes históricas, el Primer Ministro llegó a tener conocimiento de algunos testimonios de pilotos de la RAF que aseguraban haber visto extrañas naves no humanas en sus vuelos. Al parecer, Churchill ordenó clasificar dichos informes como secretos de Estado durante al menos 50 años. Quizás temiera una reacción de pánico global, aún muy sensibilizada tras la Guerra Mundial y aterida por la Guerra Fría. O quizás simplemente quería salvaguardar el secreto de los avances técnicos y tecnológicos del bloque occidental. En realidad no está claro si tal decisión de Churchill fue real. El único testimonio directo es el del nieto de un guardaespaldas del político británico que aseguraba que Churchill y Eisenhower habían decidido ocultar las sospechas de la existencia de platillos en una reunión casual. Sea como fuera, Churchill recogió con brillantez aquella marea intelectual de la primera mitad del siglo XX que impulsó a mirar al cielo con el convencimiento de que se encontrarían señales de civilización alienígena. Quizás equivocara el tiro cuando concedió demasiado crédito a los espejismos ufológicos. Pero atinó mucho más cuando escribió sobre ideas científicas.