Ganadería

Viaje a los toros de la nieve

Hace veinte años que el ganadero Antonio Bañuelos cría sus toros en el norte de Burgos; todo un desafío a las bajas temperaturas y el viento

El ganadero Antonio Bañuelos
El ganadero Antonio Bañueloslarazon

Hace 20 años que el ganadero Antonio Bañuelos cría sus toros en el norte de Burgos; todo un desafío a las bajas temperaturas y el viento.

Más de 1.000 metros de altitud. Un universo único y un privilegio para el visitante. 700 cabezas de ganado viven en esa idílica libertad que permiten 600 hectáreas de campo, de subidas, de bajadas. Los toros de Antonio Bañuelos tienen algo de peculiar como punto de partida. Bajo la custodia del Páramo de Masa se crían hasta llegar a toros, con un ritmo vital diferente a la norma del campo. El territorio marca: las gélidas temperaturas, el viento sin piedad, las nieves... Una vuelta de tuerca que traslada los ciclos de las parideras, el momento de dar a luz, y se dilata también el tiempo necesario para que el animal se convierta en toro al cumplir los cuatro años. Todo es tan distinto que llegar hasta allí, allá arriba donde los toros retan a la nieve, resultó una aventura auténtica. Fue el viaje de la contradicción: nos hartamos de nevadas durante los primeros 100 kilómetros a medida que abandonábamos Madrid hasta que cogimos la última curva del puerto de Somosierra. Lo peor estaba por llegar, imaginamos. En el horizonte queríamos ver la ciudad de Burgos, pero según consumíamos gasolina nos desprendíamos de los últimos copos de nieve. Ni huella de lo que se había cantado el día anterior. Dudoso camino hasta llegar a Sotopalacios donde habíamos quedado con el ganadero en cuestión. Antonio Bañuelos decidió hace veinte años desafiar esas normas establecidas y no escritas y aventurarse a la cría del toro bravo al norte de Burgos, entre el frío y la nieve. «Quería hacer el experimento, empezamos de menos cero y poco a poco fuimos creando lo que hoy es la ganadería». Antes de poner pie allí tenemos la sensación de que pocas cosas quedan al azar, un círculo que al cerrarse se llena de sentido. En veinte minutos pusimos cara a «La Cabañuela», el nombre de la finca, «es un método de predicción climatológica con un año de antelación según las lunas de agosto, las nieves de abril y las heladas de marzo. Conocimiento trasmitido de padres a hijos de la gente del campo. Hay zonas que por su ubicación son clave y ésta es una de ellas», nos cuenta Antonio al mismo tiempo que traspasamos la frontera. La frontera de su territorio, justo ahí donde crece la leyenda del toro bravo. Tan rico. Tan peculiar. Cuatro o cinco mastines al galope nos dan la bienvenida. La nieve, a estas alturas, ya es una realidad que lo inunda todo. La plaza de tientas está enterrada en blanco y justo en el centro, un bloque de hielo. En la sala contigua, donde se puede ver una faena de campo, de haberla, están algunos de los toros que les dieron fama y prestigio. «Nosotros empezamos por el final. En la primera etapa indultamos siete toros y eso nos abrió muchas puertas para las figuras y que la repercusión fuera inmediata».

Es la hora de subir en busca de los toros, los toros de la nieve. Nos acompañan por detrás, por si acaso, los mayorales de la finca, una pareja de portugueses que andan entre la nieve con absoluta normalidad, subidos en un tractor y aprovechan para dar de comer al ganado. Esas ruedas XXL deben de poder con todo. Y así es. El todoterreno en el que vamos, casi casi que también. En ese ascenso al paraíso nos encontramos con los añojos, poco a poco, paso a paso, nieve a nieve, más reunidos, buscando calor tal vez. Todo cambia después. En un cercado los toros que irán destinados a plazas de segunda categoría. Sorprende lo igualada que está la camada, muy bajos todos, finos de cabos, armoniosos. «Así son los animales de la sierra, más finos, menos voluminosos, y luego está la selección externa. Aquí desechamos las vacas que se salgan de este tipo».

Cada metro que se avanza es más costoso. La nieve se arremolina bajo las ruedas y forma una pared que parece insalvable. Sólo lo parece. Jugando con la marcha atrás del coche vamos ganando terreno. Las vistas son un espectáculo al alcance de muy pocos. Allá donde pierdas la mirada hay blanco nuclear. Hasta molesta la luz que desprende la tierra. Seguimos subiendo, la pericia de conductor es clave para llegar a la cima. Cuando parece que no se puede más, el vehículo tira, pulveriza esa nieve convertida en obstáculo. En lo alto, en medio de un bosque de árboles que cuando salga el sol serán frondosos, se esconden los toros, aquéllos que irán a las plazas de máxima responsabilidad. Primero los vemos a lo lejos y poco a poco, estamos de suerte, nos acercamos más y más. Un privilegio. La mirada de frente de los animales, la nieve, lo que será esa respiración de cerca, en el tú a tú de la plaza. Allá arriba se es más libre. Y feliz cuando el momento se rubrica con la banda sonora de Nessun dorma de la ópera Turandot de Puccini como si no hubiera mañana. La ocasión lo merece. Hay un punto y aparte desde entonces. Volvemos a otros cercados. En uno de ellos está la «enfermería». «Aquí están todos los animales que tengo malos, cada uno por una causa. Y aquel de allí hay que traerle aquí también porque cojea, pero no se deja. Cada vez que lo intentamos se arranca». Y casi lo vivimos de primera mano. El toro negro mide más que ninguno cuando nos acercamos. Antesala de la furia. El coche, que se había atascado en esa mezcla de barro y nieve, nos saca del entuerto. «Cuando están mermados de facultades se defienden», dice Antonio. Dentro de la ganadería los toros tienen sus propias reglas. Unas normas a veces mortales derivadas de los enfrentamientos: «Son importantes los territorios en los que se divide su hábitat, la pelea por ser el alfa de la camada. Es apasionante ver la lucha que tienen por el dominio. Cuando dos toros se pelean hay un tercero al acecho, aquí no se permiten los perdedores». De ahí, que los sustos de una ganadería son diarios: «Siempre ocurre algo, son vasos de sangre en continúa ebullición, las peleas a los dos años son juegos, a los tres competiciones y a los cuatro es un vida o muerte. Lo curioso es que el peleón suele ser manso en la muleta».

Todos los cuidados son pocos. Y más en estas latitudes, alejada del ámbito tradicional de la crianza del toro. «En un principio el frío y las nieves les afectaron, fue una adaptación larga. Aposté por el encaste de Maribel Ybarra y las vacas llegaron en junio para que tuvieran las dos primaveras, la del norte y la del sur, y venían claro con la paridera del sur, que dan en diciembre, enero... Y aquí es en marzo. El proceso fue difícil, pero aprendimos a darles abrigo natural y luego te das cuenta de que el toro bravo desarrolla mucho ingenio. Tenemos especial cuidado en la alimentación. Aportarles energía y proteínas según lo vayan necesitando. El frío absorbe grasa y hay que complementarla», admite el ganadero. Debido al desfase entre las parideras el hierro de Antonio Bañuelos no pueden lidiar en las primeras ferias, «porque el toro todavía no ha cumplido los cuatro años. Para hacerlo tengo que dejarles de cinqueños», explica.

Volvemos poco a poco al punto de partida. Un caldo nos espera para entrar en calor. Llega la hora de debatir sobre la Fiesta, la «sostenibilidad» por la que aboga el ganadero. Atrás hemos dejado la verdad más auténtica del espectáculo que vive en el campo. Casi a solas.

Un sueño en el Páramo de Masa

Hace veinte años que Antonio Bañuelos fundó la ganadería desafiando los terrenos del Páramo de Masa donde impera el frío, el viento y las nieves. En 2014 recogió importantes frutos al lidiar con éxito en Las Ventas y otros tantos toros como el de Daniel Luque en Zaragoza que fue de premio. Ahondamos pues en la obsesiones genéticas del ganadero: «Busco un toro que permita la calidad, el temple, la plasticidad y ese es el punto más complicado de la selección. Las cualidades no son clonables, hay que sacarlas genéticamente y la genética da saltos aleatorios con abuelos que son difíciles de controlar y de prever. Y luego, que tienen que pasar cuatro años y medio para ver los resultados», apunta Bañuelos. «La emoción va unida a la movilidad, si es templada es lo que buscamos. Si va unido a embestidas que no humillan y que por eso transmiten peligro esa es una selección en la que no estoy. La pluralidad es necesaria como plural es el comportamiento de cada toro».

En cuanto al futuro del espectáculo es claro: «Creo en el futuro, pero pasa por hacer sostenibles los festejos. Quizá hay que empequeñecerlo y que prime la calidad por encima de la cantidad». El ganadero ha cosechado importantes triunfos la pasada campaña, de ahí que el invierno sea más tranquilo, «digamos que suena más el teléfono».