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El Thyssen dedica una muestra a Munch, el pintor de la angustia

Pubertad, 1914-1916. Munch-museet, Oslo
Pubertad, 1914-1916. Munch-museet, Oslolarazon

El Museo Thyssen-Bornemisza acoge desde el próximo martes 6 de octubre la exposición «Edvard Munch. Arquetipos», la primera retrospectiva que se realiza del pintor noruego en Madrid desde 1984.

Edvard Munch pertenece a esa saga de artistas a los que se llega siempre tarde, cuando la mirada ya está desvirtuada por la fama de su leyenda. Todo creador arrastra la sombra de un mito, que es la sintetización de sus obsesiones, el personaje que aflora en el mano a mano que mantiente con la creación. Para sobrevivir a la fuerza de la obra, los creadores tienden a crecerse, a estereotiparse en una figura que les permita cohabitar junto a su talento, imponerse a él. A Munch no le hizo falta. Su biografía es la historia de un hombre condenado al fuego de sus pasiones, temores, deseos y ansiedades. Un alma que intuyó las preocupaciones que atosigarían al ciudadano de las grandes metrópolis, que exploró los nuevos sentimientos modernos desde la formulación de una serie de arquetipos que le permitían ahondar en el alma de los hombres. El Museo Thyssen de Madrid inaugura una retrospectiva –54 pinturas y 26 grabados– sobre esta personalidad contradictoria que intentó abrir cauces expresivos originales y que la historia, en una paradoja digna de una tragedia clásica, redujo a un tópico y un cuadro con cuatro versiones: «El grito». Más allá de ese icono de la angustia contemporánea reverbera la trayectoria de un artista singular que partió desde puntos de vista naturalistas, recorrió las orillas del impresionismo y despertó en el sinuoso cauce de una estética personal, marcada por unas experiencias personales que sublimó en una serie de figuras. Munch resultó un espíritu permeable a los desengaños amorosos de los amigos, a las desgracias familiares (la muerte temprana de su madre y su hermana Laura, a la que retrató en una serie dedicada a la enfermedad, un tema que era un tópico en esa época). A partir de estas impresiones levantó la arquitectura de un universo pictórico.

La muestra, comisariada por Paloma Alarcó, jefe de conservación de pintura moderna del museo Thyssen, y Jon-Ove Steihaug, director de colecciones del Munch Museet, repasa esos modelos, a los que vuelve una y otra vez, quizá influido por el eterno retorno de Nietzsche –Munch fue un artista visual raptado por la escritura, contaminado permanentemente por Henrik Ibsen y August Strindberg–. Ahí están los óleos y grabados que dedicó a la melancolía, el amor, los celos, las noches, la soledad, los desnudos y sus autorretratos (que seguía las maneras de los bañistas que pintó de manera obsesiva). Un conjunto de impresiones que matiza a través de unos símbolos recurrentes, como la luna reflejada en el agua, el bosque, la playa o el cabello pelirrojo con el que identifica a las mujeres pasionales (retratadas como vampiresas) capaces de someter la voluntad del hombre.

La exposición rescata a Munch de la imagen de locura que dejó, de sus paseos por los abismos y aleros de los bajos fondos de las principales capitales europeas, del alcoholismo y las depresiones que inundaron de pesadillas sus pupilas negras, de las tortuosas relaciones amorosas que le hicieron conocer las esquinas más dolorosas del infierno: en uno de esos «affaires», terminó disparándose en la mano accidentalmente y tuvieron que amputarle un dedo. Una desgracia que encuentra su eco en las manos pintadas de rojo de los amantes abatidos que dibujó en la serie dedicada a los celos que ocupa una de las salas.

Un artista diferente

Paloma Alarcó ha peleado en este monaje por arrancar el nombre de Munch del breve paréntesis que duró el simbolismo y aprovechar esta ocasión (es la primera exposición dedicada en España a este artista en más de treinta años) para resaltar la obra que produjo el pintor después de su internamiento en una clínica psiquiátrica en 1909. Ha sacado a la luz al artista impaciente que experimentaba con las posibilidades que brindaba el grabado (Munch solía hospedarse siempre en casas amplias, donde una de las habitaciones permanecía ocupada por las diferentes herramientas de esta técnica (a diferencia de otros artistas, él mismo trabajaba directamente las planchas); al creador que improvisó nuevas técnicas para la pintura (introdujo la tela como parte de la composición, algo que adoptarían más tarde otros pintores).

El recorrido repasa la producción que realizó entre 1909 y 1944, fecha de su fallecimiento. Unos trabajos insuficientemente apreciados por la crítica y que el espectador ha rehusado contemplar con atención. El discurso que los comisarios han planteado en la muestra sirve para constatar que Munch tuvo una fructífera trayectoria después de su colpaso psicológico y que las sesiones de electroshock a las que fue sometido no diezmaron su talento. El artista aunaba habilidades suficientes para proseguir el sendero que le marcaba su arriesgada aventura pictórica, en ocasiones inusualmente colorida, como prueban los desnudos finales que dibuja a partir de las modelos que acudían a su estudio; inesperadamente optimistas, como, por ejemplo, cuando vuelve a las playas para abordar el amor o se adentra en las madrugadas para captar esas noches matizadas por el reflejo de la nieve. Munch emerge a través de estas obras delicadas y duras, lumínicas y oscuras, ordenadas o caóticas, en óleo o en grabado, y que revelan a un autor que desconfió de los caminos trillados y se puso en manos de su genialidad.

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