Asturias

Nachtwey, ni egos ni emociones

El fotógrafo y premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades cuenta cómo bajar al infierno, «porque en el cielo no ocurre nada»

James Nachtwey, en un posado de ayer en Oviedo
James Nachtwey, en un posado de ayer en Oviedolarazon

El fotógrafo y premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades cuenta cómo bajar al infierno, «porque en el cielo no ocurre nada»

Desde hace tres décadas, James Nachtwey viene glosando la actualidad en una imagen, convirtiendo el instante en icono, haciendo así de la fría realidad una arcilla moldeable, fácil de amasar para mostrarnos el entorno, lo que nos sucede en África, Oriente Medio o en las demás geografías de la pobreza y la necesidad. Ha acudido al infierno, porque en el cielo jamás ocurre nada, para demostrarnos que nuestras civilizaciones no son tan civilizadas, y que el sufrimiento no es ninguna abstracción. «No hay que protegerse del dolor. Hay que estar abierto a él como testigo de esas situaciones. De otra forma padecería un desapego hacia esos momentos que vivo. Por otro lado, también tengo que hacer un trabajo, así que lo que hago es canalizar esos sentimientos. Si no tuviera emociones, ¿qué valor tendría lo que hago? No sería efectivo. Todos deberíamos someternos a ver el dolor», reflexionó en Oviedo el fotógrafo, premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades.

El fotoperiodista, sereno, con su imagen de hombre tranquilo, «eso es porque estoy aquí; en una guerra es muy distinto», reconoce que en su viaje a través de todos estos conflictos ha aprendido lo que es «el valor, la tolerancia, la valentía, la amabilidad, el perdón, el respeto. Todo esto forma parte del aprendizaje humano y cuando presenciamos una tragedia todo esto es lo que observas... También he aprendido que es más fácil comenzar una guerra que terminarla».

- Delicada línea amarilla

Con un gesto de resignación, Nachtwey, acostumbrado a moverse entre fronteras, conoce bien la delicada línea que en la fotografía separa la denuncia del amarillismo y comenta que la diferencia entre una imagen y otra reside en «cómo te acerques a ella. Hay que intentar encontrar un nivel humano para que la gente que la mire se vea reflejada en ella. Cuando tomas una instantánea de un desastre hay que hacerla con compasión, sin sensacionalismo». Mientras otros acuden al estudio para encontrar la inspiración, él sale cada mañana para encarar la realidad, muchas veces en zonas de guerra, asumiendo que lo que «le pasa a la gente también te puede ocurrir a ti. Hay que asumirlo», y lograr ese difícil equilibrio que existe entre el arte y la documentación periodística: «Mi propósito no es ser artista. Si hablamos de propiedades formales de la fotografía, lo que procuro es que esa imagen sea poderosa, elocuente. La fotografía es un lenguaje que tiene unas características en sí mismas, pero lo importante para mí es manejarlas para decir lo que pasa en un lugar en otros sitios del mundo». Las instantáneas que ha captado a lo largo de todos estos años se han convertido en iconos del hambre y la brutalidad de la guerra. «¿Cómo se consigue eso? Una imagen tiene que expresar emociones humanas verdaderas. Pero para que trascienda tiene que existir una concienciación de la población sobre ese conflicto. Es el requisito para que una foto sea un símbolo. Por eso la gente debe estar informada. Es una condición necesaria». La lucha de Nachtwey por retratar las contiendas y la miseria también es interior. ¿Cómo decidir si apretar el botón y captar una foto o dejarla pasar? Es una pregunta con la que está familiarizado. «Sólo tienes una oportunidad. La haces o no. Para mí lo importante es evitar las emociones, no caer en el egocentrismo. Todo el esfuerzo debe recaer en documentar un hecho».

Si Nachtwey nace de su contacto con Goya, de una voluntad intelectual, Richard Ford, el escritor que guarda los cuadernos de apuntes en el frigorífico para que no ardan en caso de incendio, llegó a la escritura un poco por esa inercia enigmática que es la vida. Para él, que se definió como un escritor «sin región», o sea, sin fronteras, en libertad, la literatura es el último vestigio de la infancia», como ha declarado estos días. Ford, que mañana recibirá el Premio Princesa de Asturias de las Letras, es un náufrago indómito que prefiere la imaginación y la experiencia. «Mis libros son mejores si nacen de la imaginación y no de lo que he vivido. Si sólo represento lo que sé, me encontraría confinado en mi experiencia». Ford es el hombre que intenta explicar la realidad a partir de una historia, que muchas veces no es más que una metáfora, una alegoría, esa química conjunción de palabras que permite trascender la palabra y convertirla en literatura. «La diferencia entre la palabra adecuada y la equivocada, afirmó, recordando a Mark Twain, es la misma que hay entre un relámpago y una luciérnaga». Y él pretende ser tormenta, convulsión y sorpresa.

Compañeros más que influencias

Richard Ford, que se niega a admitir sus admiraciones literarias como influencias, reveló ayer algunos de los autores con los que, explica, comparte un diálogo habitual. Entre esas lecturas destacan «Años luz», de James Salter, con el que compartió una amistad sincera; «El intocable», de John Banville, quien, precisamente, le escribió recientemente para advertirle de que los dos eran candidatos al Nobel; la novela «El cinéfilo», de Walker Percy, y «La casa en París», de Elizabeth Bowen, un libro del que aprecia su dificultad.