Historia

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Numancia: la leyenda desenterrada

Hace 2.150 años un pequeño pueblo de celtíberos era derrotado por las todopoderosas tropas de Publio Cornelio Escipión. No pasaron más que penurias durante dos décadas, sobre todo en los últimos meses, pero su carácter aguerrido quedaría en los libros como un ejemplo de resistencia

Un siglo después. Arriba, el yacimiento con el historiador Adolf Schulten a principios del siglo XX; abajo, Numancia hoy
Un siglo después. Arriba, el yacimiento con el historiador Adolf Schulten a principios del siglo XX; abajo, Numancia hoylarazon

Hace 2.150 años un pequeño pueblo de celtíberos era derrotado por las todopoderosas tropas de Publio Cornelio Escipión. No pasaron más que penurias durante dos décadas, sobre todo en los últimos meses, pero su carácter aguerrido quedaría en los libros como un ejemplo de resistencia

En un presente donde cada jornada se ha convertido en una efeméride insustancial, donde recordamos intrascendentes partidos del siglo, donde cada día viene marcado por un aniversario, cascada que acumula espuma de eventos fugaces, evocar Numancia es invocar un arcano. Un arcano poderoso pero casi olvidado que conjura gloria y épica, horror y desolación, historia y mito. Este año el arcano resuena en muchas bocas a lomos de una efeméride, esta sí sustancial. Y es que se cumplen 2.150 años desde que en 133 a.C. Roma, esa loba voraz que acabó devorando todo el Mediterráneo doblegara la resistencia de una pequeña ciudad celtibérica. Una resistencia que fraguó en leyenda ya desde la Antigüedad, ya que como escribiera el historiador romano Floro en el siglo II d.C.: «Numancia, así como en riqueza fue inferior a Cartago, Capua y Corinto, en fama, por su valor y dignidad, fue igual a todas, y por lo que respecta a sus guerreros, la mayor honra de Hispania. Pues ella sola (...) contuvo con 4.000 celtíberos, durante once años, a un ejército de 40.000, y no solo lo contuvo, sino que lo golpeó con notable dureza y le impuso infamantes tratados. Por último, una vez que ya hubo constancia de que era invencible, fue necesario recurrir al que había destruido Cartago».

Este párrafo condensa la proyección mítica que el episodio cobró ya desde prácticamente su conclusión y que, lejos de ser inocente, debía mucho a la manera en que fue relatado por Polibio, el historiador de cabecera de la familia de los Cornelios Escipiones. Polibio, que probablemente estuvo presente en Numancia, escribió una historia sobre las Guerras Celtibéricas que sirvió de inspiración para historiadores posteriores, como Tito Livio, que fueron resumidas por el citado Floro. Polibio enfatizaba en su relato el papel de Publio Cornelio Escipión Emiliano como un salvador providencial que, tras poner de rodillas al enemigo secular de Roma, Cartago (146 a.C.), fue capaz de concluir el conflicto con Numancia. Y es que la ciudad arévaca había sido durante dos décadas una espina en el costado occidental de la República, una fuente de humillaciones que el orgullo de aquellos que habían conquistado la «oikumene», el mundo conocido, no podía tolerar. Esta dimensión propagandística necesitaba además de un enemigo digno, y de ahí la construcción de unos celtíberos feroces, bárbaros virtuosos e incorruptos que encarnaban al buen salvaje en una Roma donde moralistas como Catón clamaban contra la pérdida de los viejos valores de sus mayores.

Las guerras de fuego

Y, sin embargo, podemos encontrar en el relato que las fuentes hacen del episodio numantino un núcleo de acontecimientos, sin duda verídicos, que justifican en buena medida la dimensión que aquel cobró. La toma de Numancia por Escipión se enmarca dentro de las Guerras Celtibéricas, tres conflictos casi sucesivos que enfrentaron a Roma con una serie de pueblos asentados en la Meseta Oriental y el Sistema Ibérico entre 182 y 133 a.C. –y más allá, aunque esa fecha marca canónicamente su fin–. Lejos de la idea de primitivismo que sigue permeando en buena medida la visión popular, los celtíberos eran comunidades organizadas en ciudades autónomas agrupadas en unidades mayores que denominamos etnias –arévacos, belos, titos, lusones..– y que forjaron en ocasiones coaliciones capaces de plantar cara a Roma.

Las guerras contra los celtíberos distaron de ser un paseo militar. En contraste con el Mediterráneo oriental, donde una batalla decisiva normalmente significaba que las monarquías helenísticas caían como castillos de naipes, Roma se enfrentaba a un territorio muy fragmentado, donde casi había que expugnar enclave a enclave. Una dureza que hizo que el conflicto ganase el apelativo de «guerras de fuego», incendio que cuando parecía extinguido se avivaba con más fuerza. A ello se sumaba además el esquema de valores imperante entre los celtíberos, una concepción anclada en una ética agonística en la que los valores marciales desempeñaban un papel central, con la vida inconcebible sin armas y la muerte en batalla como cénit de la existencia. A los guerreros así caídos se les reservaban unas exequias particulares: sus cuerpos eran expuestos a los buitres para que los devorasen y, animales psicopompos, elevaran sus almas al allende. Un ritual con paralelos en zonas como el Tíbet y que conocemos tanto por las fuentes como por representaciones sobre cerámica numantina.

Y hartarse debieron los buitres en aquel medio siglo de pugnas, con los romanos sufriendo reveses tan sangrientos como la batalla de las Volcanalia (153 a.C.), que les costó 6.000 bajas y motivó que desde entonces aquel día, el 23 de agosto, fuera considerado nefasto. No es de extrañar que en Roma se produjeran rechazos al reclutamiento, dada la poco atrayente perspectiva de dejarse la piel en un territorio áspero, donde el botín apenas sería una capa de lana –el sago, adoptado por los legionarios, como adoptada fue un modelo de espada celtibérica, el famoso «gladius hispaniensis»–. Pero la resistencia de la coalición celtibérica fue doblegada con una política que mezclaba la agresión y las amenazas con la diplomacia y la atracción de las élites a Roma, y será Numancia la que prácticamente en solitario derrote entre 143 y 133 a.C. a un rosario de generales romanos, como Quinto Pompeyo y Hostilio Mancino, que, después de firmar una paz con los numantinos que el Senado tachó de ignominiosa, fue entregado desnudo a aquellos para marcar su ruptura.

El héroe de Cartago

Fue necesaria la presencia del vencedor de Cartago, Escipión el Africano Menor, y de 60.000 hombres –la mitad auxiliares hispanos– para doblegar a los arévacos. Pese a la enorme disparidad de fuerzas, ya que Numancia apenas sí contaría con unos 4.000 guerreros, Escipión no quiso como sus infortunados predecesores arriesgarse a una batalla campal y levantó una enorme circunvalación para que fuese el hambre, y no el hierro, quien decidiese la contienda. Erigió así una serie de campamentos y fortines alrededor de la ciudad y, enlazándolos, un doble perímetro: primero un foso y una empalizada y, detrás de este primer obstáculo, otro foso y una muralla, con torres cada 30 metros provistas de catapultas. El río Duero, que servía para la recepción de vituallas, fue negado con dos fortines de los que se colgaron hileras de vigas con dardos para evitar incluso la acción de los buceadores. Una ratonera de la que solo pudo zafarse un numantino, Retógenes, con cinco compañeros, en una misión desesperada para recabar ayuda de los arévacos vecinos. En vano. Únicamente la juventud de Lutia quiso socorrerles, y lo pagó, traicionada por sus mayores, con la amputación de sus manos. Numancia estaba condenada, y el acto final fue atroz, con episodios de canibalismo y una rendición de la que únicamente escaparon aquellos numantinos que prefirieron el suicidio a ser paseados en el triunfo de Escipión.

La Numancia libre había muerto, sobre sus ruinas nacería una ciudad romana y también un mito de lecturas múltiples y, en ocasiones, contrapuestas. El mito antiguo se transmutó en mito castellano, con la confusión medieval entre Zamora y Numancia, y luego en mito español, como en la obra teatral de Cervantes, para ser mito enfrentado en la Guerra Civil, adaptado Cervantes por Alberti en el Madrid de 1937 o siendo para Pemán excusa para insuflar patriotismo a los escolares. Cabe plantearse en la actualidad la pertinencia de un mito, o de los mitos, que nacen de sucesos tan sangrientos y crueles, y si no sería más relevante que se enfatice y difunda la lectura crítica y desapasionada que desde la Historia y la Arqueología se viene haciendo en las últimas décadas. Sea desde el mito sea desde la Historia, Numancia, como un arcano, todavía hoy nos hechiza.