Sabino Méndez

La abstracción de lo civil

La Razón
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Probablemente, ya hace siglos, cuando se unieron los reinos de Aragón y Castilla, al día siguiente aparecieron inmediatamente en Cataluña los partidarios de la unión y sus contrarios. La existencia de ambos pensamientos es ya una tradición propia de la zona a lo largo de las centurias. Por supuesto, se trata de una controversia irresoluble en la medida en que hablamos de pensamientos abstractos y puramente imaginarios. Es decir, más que referirse a una realidad observable, se refieren a una manera de imaginar el mito administrativo, lo cual está más cerca de la ideología que de la política. Inevitablemente, ambos bandos trabajan con argumentos contrafactuales, ya que el ser humano, por mucho que se empeñe, no puede conocer el futuro. La verdad es que nadie sabe a ciencia cierta si a Cataluña le iría mejor o peor, junta o desgajada de las demás regiones, pero, a pesar de ello, los políticos locales insisten en calzarse el grotesco cucurucho estrellado y hacer pronósticos. Esa propia actitud los desacredita y el peatón sensato no se los cree. Para buscar algo sólido y objetivable, al votante sÓlo le quedan las estadísticas y las probabilidades. Y ahí hay que reconocer que los unionistas llevan ventaja. Resulta irrefutable que los últimos treinta y ocho años, bajo una unión constitucional, han sido los de mayor y más continuada prosperidad y paz en la zona. Números cantan. En su contra, los separatistas se encuentran con que, aparte de no ofrecer nada objetivado, sus dos principales facciones políticas han participado o bien en la bancarrota de déficit público del tripartito, o bien en la red de corrupción que culmina con un presidente evadiendo capitales en Andorra. Malos mimbres para ofrecer una nueva patria. Es difícil que ningún contribuyente sensato se fíe de vivir en un estado producto de técnicos tan discutibles. Ofrecen poca confianza. Mejor el sistema actual, que, al menos, provoca la vigilancia mutua. Pero los partidarios de una y otra idea seguirán existiendo siempre en Cataluña.

Es eso a lo que llamamos su sociedad civil, nombre que no deja de ser otra abstracción destinada a definir a toda esa gran cantidad de gente que pese a las divergencias de pensamiento decide trabajar cada día con su vecino, sin estigmatizarlo porque opine de una u otra manera al respecto. La peor iniciativa, la torpeza de un político que sólo se preocupaba de consolidarse personalmente (un político ya desacreditado, parodiado, que a pie de calle recibe nombres tan gloriosos como el Astuto –irónicamente–, el Mandíbula Prominente o Tortell Poltrona), ha sido romper ese tejido de respeto y colaboración. Siguiendo la senda propagandística de su jefe, Jordi Pujol, su heredero quiso hacernos creer a los habitantes de la zona que la sociedad civil eran sólo los separatistas y el resto de catalanes quedaba fuera. Así, se presentaban en Madrid suplantando la voluntad de todos; asegurando que «los catalanes» «queríamos» esto y aquello. Pero la realidad es tozuda. Muchísimos catalanes, demasiados, no queríamos esas cosas que ellos llevaban a Madrid. A los de Societat Civil Catalana no se les escapa, estoy seguro, que su labor es puramente abstracta, pero no por ello menos importante. Se trata de recuperar el espacio, el adjetivo «civil», que la mala propaganda de la burguesía de TV3 ha querido birlarle a la sociedad para quien debía hablar. No hay estado que pueda construirse con la mitad de la población en contra del proyecto. Hay estados que lo intentan, pero no son libres ni democráticos. La importancia de Societat Civil Catalana es recordarnos cuán importante es el respeto a la democracia, a la opinión del otro, para que exista de verdad una sociedad civil.