Enrique López

Los cipreses creen en Dios

La Razón
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La reciente polémica creada en torno a la retrasmisión de una misa católica por la TV2 vuelve a poner en el escenario público una cuestión, que, estando resuelta por nuestra Constitución, se sitúa en el centro del debate político, en el cual, de vez en cuando se tira de fondo de armario, suscitándose artificiales pero interesadas polémicas. El problema de verdad no es tanto la retrasmisión en sí misma, sino el debate que late en el fondo, que no es más que la definición de nuestro Estado ante el hecho religioso, algo que obtuvo un notable consenso constitucional y que algunos intentan, como en otros temas, hacer saltar por los aires. Nuestra Constitución reconoce el derecho a la libertad religiosa en el art. 16, la cual es algo más que una vertiente trascendente de la libertad ideológica, puesto que más que por el contenido de las ideas, la libertad religiosa se distingue por su ejercicio comunitario o colectivo –sin perjuicio de su componente individual– que alcanza su máxima expresión externa mediante los actos de culto. Llegados a este punto, no puede soslayarse, como algunos pretenden, lo establecido en el art. 16. 3 del texto que afirma: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones»; este precepto reconoce a nuestro Estado como algo muy diferente a los estados laicos, en los cuales el fenómeno religioso les debe ser totalmente indiferente. La libertad religiosa se conecta con la aconfesionalidad del Estado, marcando así la distancia con otros periodos históricos en los que el Estado se definía católico, pero también con la declaración de laicismo de la Constitución de 1931. La distinción entre la confesionalidad y el laicismo del Estado se aprecia en el segundo inciso del precepto mencionado, al establecer que «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias de la sociedad española» y, en particular, «mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones». Este precepto establece un claro mandato a los poderes públicos, a los cuales obliga a no permanecer inanes ante el fenómeno religioso, y por ello deben tener muy en cuenta las creencias de la sociedad española, y obviamente se refiere a las creencias religiosas. La Constitución fijó un status quo en el que la creencia mayoritaria en España era la Religión Católica y por eso la expresa de forma específica, y tal realidad no ha cambiado; al margen del innegable aumento de creyentes e incluso prosélitos en otras religiones, el 79, 2 por ciento de la población española se declara católica, lo cual es un hecho innegable, y sin necesidad de que censores anticlericales establezcan exámenes de práctica efectiva que no se aplica a ninguna otra creencia o ideología. Por ello, no se pueden negar dos hechos, el primero que la Constitución exige al Estado y a los poderes públicos que el hecho religioso no les sea indiferente, sino al revés, deben tenerlo en cuenta, y el segundo, que España sigue siendo un país mayoritariamente católico.