Paloma Pedrero

Ruido, calor y furia

La Razón
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No están hechas las grandes ciudades para el sosiego. Si a eso le sumas el calor insoportable del calentamiento global, ves a las gentes desorientadas, enojadas, más egoístas de lo habitual. Lo único que está en nuestras manos es luchar contra la mala educación; respetar a los otros, tan víctimas como uno mismo de la furia y el ruido. Esto no ocurre así, y les voy a poner un ejemplo. Cerca de mi casa, pleno centro de Madrid, hay una calle que parece sacada de otro tiempo. Sus casitas de tres pisos son humildes, el suelo es de color ocre, los árboles luchan por crecer bellos, y sus antiguos vecinos son de una educación exquisita. La calle sin salida, es un paraíso casi rural, donde se oyen los pájaros a todas horas, y el loro de Sole te saluda. Sin embargo, cuando llega el buen tiempo, el bar de la esquina atrae a docenas de padres con niños a los que sueltan sin control. Los progenitores charlan, beben, comen felizmente, mientras sus cachorros juegan al futbol, dando pelotazos a diestro y siniestro, agitan los árboles o aporrean los cubos de basura. Como la calle no tiene salida, los padres no temen por sus hijos y les dejan hacer, convirtiendo el paraíso en un lugar inhabitable. Cuando alguno protesta, los padres les refutan con un: «¿Pero, no ve que son niños?» Pues sí, son niños maleducados como sus padres. Así que llévelos al desierto o a campo abierto para que puedan desfogarse. Y la Policía sin venir. Y el ruido y la furia creciendo. Como el desaliento y el calor.