Cataluña

El problema no es Cataluña, el problema es Artur Mas

La Razón
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El problema de la política catalana ya no es sólo el «proceso», sino Artur Mas. Desde su aparición en las primeras elecciones autonómicas, que se permitió adelantar en 2012 para conseguir una mayoría holgada y emprender el camino hacia la independencia como Moisés (según la versión de Charlton Heston) conduciendo al pueblo judío hacia la Tierra Prometida, ha quedado como un personaje incompetente y oscuro, que ha llevado a Cataluña a un callejón sin salida. Si el mayor capital que atesora un político es la confianza que transmite, de Mas ya no se fía nadie. Ni los suyos. El precio de su aventura ha sido demasiado alto. Ha afectado al prestigio de la sociedad catalana y de sus instituciones de autogobierno. El uso desleal e indigno que el nacionalismo ha hecho de la Generalitat en sus campañas propagandísticas y en la construcción de las «estructuras de Estado» tendrá consecuencias, si no de manera inmediata, sí a más largo plazo, porque cualquier solución al conflicto no pasará por blindar derechos y reconocer identidades históricas, sino por emprender un camino que secularice el nacionalismo de dogmas antiliberales y gestionar con sentido común y racionalidad las competencias de las que dispone, que no son pocas. Ese es el signo de los tiempos en las democracias europeas; lo demás son fórmulas populistas de toda índole basadas en que los ciudadanos están por debajo de las naciones. El catalanismo moderado y pactista, que es una de las víctimas del «proceso», deberá repensar cuál es su papel político, si no quiere acabar –si no ha terminado ya– como un mero «lobby» regionalista e instrumental para gestionar los intereses comerciales y agravios históricos. Es evidente que Mas no está llamado a realizar esta tarea: nunca ha sido un político que mirase más allá del orden del día de su Gobierno. El delfín de Pujol había sido diseñado para proseguir una obra basada en confundir el partido –la desaparecida CiU– con el poder de la Generalitat. Como estratega del plan secesionista, los hechos demuestran el disparate de confundir el clamor de las masas al paso de sus tropas con las batallas ganadas, las banderas con los presupuestos generales del Estado y la televisión pública con el boletín oficial. Un ejemplo de esta visión patrimonial de Cataluña es el hecho de que, después de llevar a la ruina a su propio partido y de no poder ser investido presidente al no conseguir los votos de una minoría de diputados ideológicamente en las antípodas, anuncie que permanecerá en el cargo y que se volverá a presentar a las elecciones. Y no pasa nada. Algo en el sistema político creado por el pujolismo impide que en Cataluña se aplique con rigor el control sobre los asuntos públicos y que el mayor responsable de un desastre de la envergadura del «proceso» no dé cuentas de ellos. La situación es tan excepcional que se considera normal que el futuro presidente de la Generalitat, su Gobierno y los diputados del Parlament estén dedicados plenamente a aplicar el plan soberanista. No hay más tarea. Que haya o no elecciones anticipadas es ya irrelevante, aun siendo las próximas las terceras en cinco años y sólo con el objetivo de conseguir una mayoría independentista que el electorado catalán se niega a dar. Lo que revela esta situación es que el «proceso» sólo puede seguir hacia adelante aplicando el programa máximo. De ahí que sea necesario un Gobierno fuerte en la nación y que se eviten frivolidades sobre el reconocimiento al derecho de autodeterminación.