Libros

José Jiménez Lozano

Las pieles del búfalo

La Razón
La RazónLa Razón

Tolstoi se dio perfecta cuenta de que en una arquitectura de narración tan perfecta como la que consiguió en «La paz y la guerra», que era un fresco de la vida rusa entera, había concedido un amplio espacio a la masonería, pero ninguno a los siervos, y consideraba que esto ocurría con sus grandes novelas porque su visión y sentimiento del mundo era el general de la sociedad en que vivía, mientras que en sus cuentos se daba un acontecimiento que experimentaba de un modo personal y no general, y por esto ese acontecimiento debía ocurrirle igualmente al lector del relato de un solo acontecimiento.

Y esto fue lo que ocurrió con el relato de uno de los supervivientes de los soldados de la retirada de Napoleón en Rusia, en medio de un frío tan atroz que a aquellos años se llamó «un tiempo de pequeña glaciación». Y se contaba que la piel y los músculos de los caballos se congelaron y los soldados hambrientos cortaban la carne de los animales para comérsela cruda sin que éstos se percataran siquiera, y la sangre de sus heridas ni podía correr, se helaba y servía de tapón a la hemorragia. Ni siquiera el relato del horror de una batalla o de un saqueo u otra barbarie parece que conmovió tanto a las gentes como éste, que operaba una especie de catarsis, entre los que lo leían como la que los griegos esperaban de la representación de las tragedias, porque pensaban que los hombres podemos ser más conmovidos por la narración o el teatro que por la realidad. Y, si eso permanecía en un libro, era una punzada que se prolongaba en el tiempo porque no hay hombre sin libros y, en tiempos oscuros, Robert d’Anjou ordenó guardar en su reino los viejos libros en un armario para que, si alguna vez ya no se supiese lo que era la libertad, y nadie se atreviese a decir una verdad a los grandes de este mundo, o la dijesen para beneficio propio, ellos hablasen por todos y sostuviesen la alegría del vivir. Y por esto todo tirano ha odiado siempre los libros, como hace muy pocos años todavía la señora Mao aseguraba que, cuantos más libros leían, más idiotas se volvían las gentes. Aunque sí debían leerse los «Bao-dai» o carteles de adoctrinamiento y, desde luego, el famoso «Libro Rojo», alabado en el Occidente chic de entonces como Louis Aragón había hecho años atrás con la Constitución Soviética –aunque no se sabe si con retranca–, definiéndola como «el primero y más alto texto literario de todos los siglos».

Porque es claro que se puede decir y escribir cualquier cosa, que será admirada como el gran descubrimiento, con tal de que se trate de una idea simple y llena de promesas. Porque todos queremos ser seducidos y entusiasmados con un mantra sagrado, palabra encantadora, deslumbre, simpleza y promesa de un reino de felicidad sin fin, porque, aunque tengamos unos cuatro mil años de civilización, parece que ya nos la vamos quitando de encima. Sin duda, ya no queremos cargar con la vieja y única educación posible que es la de recibir e interiorizar la herencia cultural de esos siglos, y no sólo porque todo eso precise que nosotros mismos hagamos algún esfuerzo siquiera para saber que es un don, sino porque, como decía Maestro Eckhart, todos hemos ido envolviendo nuestros adentros con seis o siete pieles de búfalo –especialmente si el búfalo es una ideología– y así nos sentimos tan abrigados y seguros que podemos marchar felices hasta donde nos lleven. Y esta turba, así abrigada por las confortables pieles del búfalo, podemos ser todos, en cuanto nos encontremos encantados de haber sido modelados como vil ganado al que no importan sino las exclusivas cuestiones prácticas y técnicas: de piensos más bien compuestos, estabulación, nacimiento y muerte, la igualdad en el pensamiento correcto y en la entusiasta espera de la jauja prometida. Y, naturalmente, de un amo.