Historia

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Progres y cimitarras

La Razón
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Tras un siglo de agitprop ha calado la imagen romántica de una izquierda mesiánica, liberadora de oprimidos e identificada con términos como «progresismo», «igualdad», «trabajador», «bienestar» o «democracia»; una izquierda que ha logrado demonizar términos como «burgués», «conservador», «derecha», «liberalismo», «economía de mercado», etc. Pero ese halo romántico se esfumó ante la contundencia del «socialismo real» y su panorama de pobreza, represión, tiranía, gulags, purgas y chernobyles. Esos ideales de economía de Estado, autogestión, socialización de los medios de producción y otras especies huelen ya a moho, por lo que esa izquierda busca un argumento con otras ensoñaciones extrañamente revolucionarias.

La revolución se esfuma y la agenda progresista se llena de unas poses de difícil catalogación. Apadrina así exóticos ideales como el nudismo, no ya playero, sino peripatético o piscinero; el ecologismo rabioso; el animalismo, coronado por la tauromaquiafobia; la cristianofobia que la lleva a la islamofilia; la ideología de género, que la lleva a la familiafobia, con propuestas de vida en tribu como hizo la CUP catalana, arrobada ante el mito del buen salvaje o la supresión de medidas profamilia como hará Valencia, o el homosexualismo; es la paleodemocracia, como los frustrados jurados vecinales madrileños; la patriafobia o separatismofilia; el atractivo por la droga legalizada y, por supuesto, la vidafobia: abortismo y eutanasia. Como la nueva agitprop se juega en el lenguaje, presenta estereotipos a los que odiar o, al menos, ridiculizar. El nuevo burgués no se identifica con el capitalista caricaturizado con frac, chistera y puro, sino algo más cotidiano: un hombre y una mujer, heterosexuales, unidos en matrimonio, que tienen hijos y quieren educarlos según sus convicciones, que se afanan para sacar adelante a su familia, que se divierten en los toros de su pueblo, que aprecian el pudor, aman a su patria e inculcan ese patriotismo a sus hijos, que respetan a sus mayores en la vejez y en la enfermedad; que tienen convicciones religiosas, etc. En definitiva, unos sujetos que con el tiempo serían acreedores de ese Derecho penal del enemigo aplicado no al simple delincuente, sino al enemigo de la nación y de la democracia.

Si unimos las señas de identidad de la actual izquierda radical, el cuadro resultante ofrece un genuino aroma cavernario. Veamos, en su mundo soñado sería natural convivir –desde la tolerancia, claro– con otros homínidos que deambularían desnudos o semidesnudos; se ignoraría de quién son los hijos pues son de la tribu y eso si la madre de uso comunal no ha abortado, que para eso es su derecho; podría asumirse un día el rol de hombre, otro el de mujer o ambos; la patria sería la humanidad, aunque la dichosa realidad obligaría a insertarse en alguna republiquilla ibérica; se pediría opinión al perro, pues el can –algo más que una mascota– tiene derechos: lo dice Peter Singer, ideólogo animalista; habría que dedicar algunas horas a ejercer de jurado vecinal para resolver altercados con los de la cueva vecina. Y, además, habría que enterrar al anciano que se constipó y fue declarado excedente en esta vida.

Exagero, lo admito. El hábitat del radical de izquierdas no responderá a ese panorama cromañónico descrito y su radicalismo convive con las atracciones y los encantos burgueses, es más, es la coartada para su disfrute. Esto le permite desenvolverse en un epicureísmo sostenible, hasta subvencionado, un camino que la izquierda moderada lleva ya tiempo recorriendo. No aspirará a un paraíso y su ideología es una mercancía estropeada llena de relativismo y amoralidad; habrá planteamientos cargados de odio y lo que predomina es un talante sin convicciones, un nihilismo fruto de esa debilidad intelectual caracterizada por ser incapaz de abrazar convicciones serias, nobles.

Su patología es la que padece occidente y en ella se deleita bajo la mirada inquietante de otro que ni es nihilista ni buen salvaje: éste va tapado hasta los ojos y esclaviza a sus mujeres, el perro es un animal impuro, la ecología le sobra, ahorca homosexuales y lleva años invocando en los suburbios de Europa a su Alá, gracias a una izquierda que le allana el camino ahogando al cristiano y repudiando las raíces culturales y religiosas occidentales. Afila su cimitarra, ante la que todos somos infieles, también el progre, su valedor.