Toros

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Un zahorí con dos palos

El torero Enrique Ponce abraza a su picador, Manuel Quinta
El torero Enrique Ponce abraza a su picador, Manuel Quintalarazon

Los aficionados a los toros nos acabamos contagiando de las manías y los fantasmas que acompañan a los toreros. En una corrida uno va con dos palos de zahorí buscando el buen bajío del triunfo, el punto en el que está el agua subterránea para darse un baño de felicidad. ¿Qué pálpito tienes? Esa es la pregunta que no falta en una tarde de toros. ¿Cómo está el viento? ¿Y la corrida cómo viene? En los toros, a diferencia del cine o del teatro, no hay ni red ni guión. La vida y la muerte se citan a primera hora de una tarde cualquiera. Y puede pasar cualquier cosa. El primer toro, el de la alternativa de Pablo Aguado, se llamaba «Recobero». Ahí llegó la señal para el zahorí. Temblaron las dos ramitas de olivo apuntando hacia la tierra. ¿Hay en el diccionario una palabra más castellana, más andaluza y más sinuosa que recovero? Fue leerla y a uno se le disparó el magín pensando en esas mujeres que se dedicaban a la recova en los años de pan negro y estraperlo, comprando el género para revenderlo. Una vez me contaron que mi bisabuelo se compró unos prismáticos –palabra que es verdad– para ver desde una loma a una mujer ya entrada en años de la que se enamoró perdida y quijotescamente. La belleza de la doña estaba en franca retirada pero a él, tan quijotesco, debió parecerle en la distancia de sus teleobjetivos que era su «donna angelicata». Era recovera. Viene esto a cuento de que saltó «Recobero» y me acabé de convencer de que ahí estaba el triunfo para Pablo Aguado. Me falló la intuición o me falló a medias. Aunque el que erró fue el torero sevillano que emborronó con la espada una faena de cierto sabor estético y algunos pases en redondo empujados toreramente con el pecho. Aguado tropezó con la misma piedra en el sexto. La plaza empujó en un esfuerzo conjunto y otra vez la espada se empotró en el hueso. La única oreja la cortó Alejandro Talavante en su primero. Fue una oreja que no pasará a la historia. Como tampoco dejará huella esta temporada del torero extremeño en la que, salvo algunos chispazos geniales de esa izquierda suya que es la mejor de España, está cumpliendo de ocho a tres en horario de oficina. Si le pidiera consejo a Jorge Guillén le diría que el que fue, le espera. A Enrique Ponce –paradojas del toreo– le ocurre lo contrario. Lleva veintisiete temporadas a cuestas y tiene la ilusión recién estrenada. Lo mejor de la corrida fue la vuelta al ruedo de Ponce junto a Manuel Quinta. El torero de las veintisiete temporadas y el piquero que se despedía después de una vida sin bajarse del caballo. Los toros son a veces esas pequeñas cosas: la vuelta de un picador, con paso nostálgico, tirando de la monilla o el nombre de un toro que te transporta a otro tiempo.