Opinión
Dramatis personae
Tengo un recuerdo casi nostálgico de las primeras elecciones generales en las que votamos, tras la larga noche del franquismo. Se había sacrificado mucho y esperado aún más de aquellos primeros comicios que suponían el cierre de un período histórico. También hubo listas, pero las pugnas parecían menos crueles. Hoy los períodos preelectorales se han convertido con los años casi en una pesadilla, nunca exenta de cierto triunfalismo para los ganadores o a cuantos logran divertirse con el complejo espectáculo de la confección de los repartos en este teatro mínimo de la política nacional. Seguirán los inútiles mítines para los ya convencidos, el período electoral oficial, y las consecuentes invasiones –que ya se producen de forma encubierta– en cadenas de radio y televisión, según colores, aunque resultan más eficaces los youtubes y otras formas de mediatizar al personal, bastante desinteresado de un primer proceso que habrá de sortear el precipicio de la tardía Semana Santa y otras trampas del calendario. Sin embargo, cuantos desean representarnos han ido a la greña para confeccionar las listas de elegidos, que tendremos que confirmar con votos. Lo sustancial resulta ahora el orden de aparición en las papeletas. Las esperanzas de alcanzar un puesto en el Congreso o en el Senado dependerá de la intensidad del cambio –término que se convirtió en mágico ya en tiempos pasados–, como resultado de la inquietante fidelidad hacia los nuevos o reiterados jefes de fila. Cuentan también otras opciones y la más significativa es la condición femenina que ha pasado a primer término. Ser mujer supone ya un plus y no sólo en política. Llegó la hora de iluminar una realidad que habíamos venido ocultando desde hace milenios.
El período de la confección de listas se convierte en el más intrigante, porque los nuevos líderes mantienen o reforman, aunque aparezca siempre algún conejo de las chisteras. El fantasma de Vox ha desplazado a quienes se definían como centroderecha, aunque poco conservadores, a diferencia de los británicos, hacia descarados extremismos. El problema del independentismo catalán ha servido para un fregado y un barrido, en tanto en la lejanía resuena el proceso al «procès» con repercusiones de todo orden. Viejas rencillas entre líderes de las mismas formaciones se revitalizan. Se acabó la ficticia paz, aunque tras este combate, ahora cuerpo a cuerpo, retornarán las sonrisas y hasta los enternecedores besos de campaña. Susana Díaz, la sultana, proclamó que tomaba nota de las interferencias en sus listas andaluzas. Creería que se repetían aquellas andaluzas que ganó, aunque perdió el trono que habían ostentado tradicionalmente los socialistas. Todos los políticos toman nota y poseen una rencorosa memoria elefantiásica. Un político sin tocar poder, de nada sirve, convertido poco más que en un peluche. Se defiende un programa para gobernar y no para dormitar en la oposición hasta el próximo round. Se logran premios por afinidades elegidas o se recibe el oportuno castigo por desavenencias y traiciones. Las listas constituyen el reparto de la función que teatraliza el devenir político. Pero sobre nosotros mandan de verdad las oscuras fuerzas de las tramoyas: el dinero. En las mesas de los representantes deberían figurar fotografías de adversarios y hasta enemigos, porque hasta se jactan de tenerlos. El fin de fiesta que supuso el cierre de las Cámaras, cuajado de sonrisas, besos y amorosos signos de complicidad, finalizó pocas horas después de que se desvanecieran las cámaras de televisión. Hasta la conciliadora presidenta del Congreso, agradecida por los universales aplausos parlamentarios, cambió en horas. Salió a flote la militante del PP, tan amiga de un ya olvidado Rajoy, tal vez deseosa de figurar en el nuevo plantel. Cuesta abandonar la primera fila del poder. La transformación de Ana Pastor, desde Dr. Jenkyll a Mister Hyde nos llevaría a consideraciones que van más lejos de la política. Quizá todos llevemos, sin ser conscientes de ello, esa doble personalidad, tal vez ignorada por nosotros mismos, que capitalizó Oscar Wilde en su novela.
Resulta nueva la desintegración del espectro político, en el que juegan ahora tantos protagonistas. Y, sin embargo, hay electores que no acaban de identificarse con las formaciones existentes. Y, a la postre, parece que van a ser ellos quienes decidirán con los ojos cerrados. Esta imperfecta democracia nos sitúa en un primer plano de países avanzados, pese a los independentistas catalanes, quienes observan que se mantienen las raíces franquistas del sistema. Ignoran que están también presentes en sus formaciones, preocupados antes por los símbolos que por el empeoramiento de la vida cotidiana de los catalanes, en las filas de cuantos se resisten a eliminar lazos amarillos y banderas esteladas en períodos preelectorales. En ellos descubrimos también los temibles, aunque habituales codazos. Mientras, Puigdemont, desde su napoleónico exilio, congrega fieles, en tanto que Junqueras, tras los barrotes, pierde pie en suelos tan resbaladizos. Luego ya veremos qué dicen las urnas. La confección de listas, el elenco, da mucho de sí y produce brillantes análisis en una prensa aún en papel que se resiste a desaparecer.
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