
Quisicosas
Cuento de Navidad del árbol menguante
El árbol de sesenta centímetros lucirá más que los de la Puerta del Sol, Vigo o Nueva York, porque la esperanza de la Navidad es para los pequeños, los tristes, los humildes, para los árboles más endebles y ridículos. Feliz Navidad.
Servidora es exagerada, más que la materna contención alemana ha sacado el temperamento desmesurado del padre, Felipe, que falleció hace dos años. En el afán por engalanar las fiestas, mi árbol de Navidad fue creciendo hasta convertirse en un monumento de dos metros y pico cuya punta rozaba el techo. Cada hombre recorre en vida la historia de la humanidad, el árbol era mi torre de Babel.
Este año anunció su llegada mi nieto y cables y las luces planteaban un peligro, de modo que pensé en un pequeño ejemplar sobre un aparador. El piso se estrechó para acoger cuna, parquecito, trona y carro y yo hice un encargo por internet, abrí la caja y ahí estaba, apenas 60 centímetros de chisme insignificante, nah, una miseria de cuatro ramas que pusimos en diez minutos y cubrimos con tres bolas. Lo miré con lástima e intenté consolarme: «Venga Cristina, que Navidad no son estas tonterías». No te creas que funcionaba mucho, en casa de mis abuelos se ponía un árbol natural que incensaba todo con aroma de pino y lucía velas de cera que derramaban misterio.
Ayer por la tarde entré en casa cuando la luz se había marchado, era un ambiente un poco triste. En la negrura del zaguán el ridículo arbolito perdía la batalla contra la penumbra densa. Estaba yo colgando el abrigo y suspirando cuando escuché un rumor por el pasillo, un retumbar como de tambor pequeño, un susurro de pana contra el suelo y una cabecita asomó por el umbral. Mi nieto venía gateando a toda mecha y alzó la cara redonda. Me recordó una canción de infancia: «Redondo, redondo, redondo es el sol, redonda la pelota, redondo es el tambor». Un sol intenso se hizo en la oscuridad, Felipín sonrió con picardía, cogió impulso, gateó hasta mis pantalones y se puso de pie. Y ahí, justo ahí, comprendí lo bello que es mi árbol este año y que la Navidad acontece suavemente, se regala a los pastores y a las mujerucas como yo, a los más desconcertados del mundo.
Esta noche seremos 27 en casa, sacaremos sillas de donde no hay, dispondremos platos de cartón, estaremos como piojos en costura y hablaremos del Niño Dios y de mi padre. Cantaremos mal, por supuesto, esas cosas de San José con barbas, el crío al que roban los pañales, las cuatrocientas sillas si quieres que te cantemos. En el centro, Felipín se reirá. Y el árbol de sesenta centímetros lucirá más que los de la Puerta del Sol, Vigo o Nueva York, porque la esperanza de la Navidad es para los pequeños, los tristes, los humildes, para los árboles más endebles y ridículos. Feliz Navidad.
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