
Jardinería
Qué hay que plantar para que crezca un olivo: no es un hueso de aceituna y poca gente lo sabe
Aunque muchos lo ignoran, si plantas un hueso de aceituna no brotará un olivo doméstico, sino un acebuche, el ancestro silvestre del árbol que ha marcado la historia del Mediterráneo

Pocas plantas despiertan tanta fascinación en España como el olivo. Árbol de raíz bíblica y de sombra milenaria, su silueta retorcida forma parte del paisaje emocional y agrícola de medio país. Sin embargo, su cultivo aún guarda secretos que sorprenden incluso a los más curiosos. Uno de ellos, quizá el más extendido, es el que desmiente que baste con plantar un hueso de aceituna para obtener un olivo.
“Si plantas un hueso de aceituna no saldrá un olivo. Saldrá un acebuche”, explica en una entrevista en La Vanguardia Rafael Fontán, estudioso del olivo y autor del libro La almazara de Catón. Olivos y aceites en Grecia y Roma. “La semilla vuelve al origen, al abuelo, la planta silvestre ancestral”. Es decir, lo que germina de la semilla no es un olivo cultivado, sino su versión salvaje, un arbusto de hoja pequeña y fruto mínimo: el acebuche.
¿Qué hay que hacer para que crezca un olivo?
El olivo, tal y como hoy lo conocemos, no es una creación espontánea, sino el resultado de siglos de injertos, selección y adaptación. “El acebuche apareció hace cinco millones de años en la cuenca mediterránea”, explica Rafael, “y fueron los fenicios quienes trajeron sus plantones a la península, intercambiándolos en Tartessos a cambio de estaño”. Desde entonces, el olivo domesticado se ha extendido como símbolo de paz, prosperidad y resistencia.
Su cultivo se afianzó gracias a civilizaciones como la griega y la romana, que perfeccionaron las técnicas de plantación y extracción del aceite. Fontán rinde homenaje a ese legado en su libro, en el que rescata textos de autores clásicos como Teofrastro, Virgilio o Plinio el Viejo, que ya hablaban de la importancia del aceite como parte de la “tríada mediterránea”: trigo, vid y olivo.
La respuesta, según los expertos, no está en la semilla, sino en la estaca. Para obtener un olivo auténtico, hay que plantar varas o esquejes procedentes de un ejemplar existente. “Hay que usar ramas de la variedad deseada, hijas de injertos milenarios”, detalla Fontán. “Así sí crece un olivo. Por eso cualquier olivo tiene, simbólicamente, siete mil años: cada uno es descendiente de otro anterior”.
Los manuales agronómicos coinciden. Según el Consejo Oleícola Internacional, la forma más segura de propagar un olivo es mediante esquejes semileñosos o injertos, técnicas que garantizan que el nuevo árbol conserve las propiedades genéticas del original: su producción de fruto, su resistencia y su sabor. Plantar un hueso, en cambio, genera una planta genéticamente distinta e impredecible.
Más allá de la forma de plantación, Fontán insiste en que el suelo y el clima son determinantes. “El terreno debe ser poroso, nunca arcilloso ni encharcable. Y la distancia entre olivos debe ser de unos nueve metros. No conviene podarlos en exceso: los olivares antiguos eran bosques umbríos”.
Los estudios del IFAPA confirman sus palabras: el olivo prefiere temperaturas medias superiores a 3 ºC y sufre daños irreversibles con heladas de más de -10 ºC. Además, prospera mejor por debajo de los 300 metros de altitud y a menos de 60 kilómetros del mar, donde la humedad y el calor moderado le resultan más favorables.
Plantado del modo correcto, un olivo no es solo un árbol, sino una herencia viva. “Lo plantas sabiendo que sus frutos los verán tus hijos o tus nietos”. No en vano, un olivo bien cuidado puede superar fácilmente los 500 años, y algunos ejemplares del Mediterráneo, como los de Ulldecona, en Tarragona, superan los dos mil.
El olivo, nacido del acebuche y domesticado por la mano del hombre, sigue siendo testigo de la historia y emblema de la constancia. Y aunque no crezca de un simple hueso, cada rama que prende es un recordatorio de que la vida, como el aceite, se cultiva con paciencia.
✕
Accede a tu cuenta para comentar


