Política

El nacimiento de la coalición C’socialista

A Albert Rivera le quedan siglos para llegar a ser como Adolfo Suárez.. Le sobran aires de predicador y ha caído como un neófito en las garras de un Sánchez acorralado.

Albert Rivera, ayer en el Congreso de los Diputados, en un momento del debate de investidura de Pedro Sánchez
Albert Rivera, ayer en el Congreso de los Diputados, en un momento del debate de investidura de Pedro Sánchezlarazon

A Albert Rivera le quedan siglos para llegar a ser como Adolfo Suárez. Le sobran aires de predicador y ha caído como un neófito en las garras de un Sánchez acorralado. Ni uno es Felipe, ni el otro es, de lejos, Suárez.

Albert Rivera y Pedro Sánchez son hermanos. Políticamante hablando y con el sacrosanto respeto a su linaje familiar. Sólo así se entiende su cruce de lisonjas y agradecimientos mutuos en un debate tan estéril cómo vacío en altura de Estado. Pedro aspiraba a ser investido por los ajenos a cambio de no ser desvestido por los propios. Y Rivera se equivocó de compañero y de estrategia. Escribió San Pablo, en su magistral «Carta a los Hebreos», que hermanos pueden ser en amor y caridad quienes no están unidos por lazos de sangre. Hete aquí una buena comparación para un ateo militante como Sánchez, según él mismo declara, y un agnóstico practicante, como Rivera se define. Mira tú por dónde, estos aspirantes a liderar el cambio están a años luz de sus maestros. Ni uno es Felipe ni el otro es, de lejos, Suárez.

Obstinado en su cruzada contra Rajoy, el líder socialista sabía bien sus riesgos. Pero nadie entiende –ni mucho menos algunos prebostes de la economía que le financiaron– la actitud de Rivera. Tal vez el aguijón más duro lo soltaron algunos alevines de Podemos en los pasillos del Congreso, capitaneados por Íñigo Errejón. Ese escuálido guerrillero radical, que se mueve ya por los despachos de la Cámara Baja como pez en el agua y busca siempre el titular altisonante: «Rivera es el chico de provincias que no sabe jugar en primera división». Magnífica definición de este joven de Barcelona aterrizado en Madrid. De una Barcelona hermosa, cosmopolita, capital europea de la cultura y la ciencia, convertida ahora en una aldea en manos del nacionalismo. Rivera jugó bien esas cartas frente al separatismo, pero su estrategia en Madrid tenía que ser otra bien distinta. De momento, pinchó en hueso.

«Se le está poniendo cara de Rosa Díez». Demoledor análisis de veteranos diputados del PSOE y el PP, e incluso de algunos de los suyos en Cataluña, que ven naufragio a la vista. Puede Rivera, en su cántico de limpieza y soberbia intelectual, acabar como UpyD, un día bisagra blanca, en la nada. De ser la esperanza del centro, a la más indiferente opción política. ¿Por qué ha escogido a Pedro Sánchez como compañero de viaje? ¿Qué necesidad tenía de unir su destino a un fracasado? Y sobre todo, ¿por qué esa aversión a Mariano Rajoy y a un PP en cuyo espectro político dice ubicarse? La respuesta es clara: enorme ego personal, inexperiencia y malos consejeros. Muchos de sus cuadros en Cataluña se nutren de antiguos cargos en el PP. Resentidos unos, ávidos de poder, otros. El factor humano y la venganza aguardan su turno.

En este debate de desvestidos, Albert Rivera se jugaba mucho. Y el resultado es nefasto. Su acuerdo con Pedro Sánchez, que le ha utilizado y engañado sin remilgos, queda en barbecho. Si Rajoy sitúa el pacto entre Sánchez y Rivera en los Toros de Guisando, otros le llevan más lejos: «Un troglodita fuera de juego», dicen algunos diputados del PP. Nadie entiende su ingenuidad política frente al aspirante socialista, máxime cuando sus buenos resultados en Cataluña y el discurso rotundo antinacionalista de Inés Arrimadas le dieron tan buen rédito. Cierto es que, además, Rivera tiene en Madrid muy poco de sociable. Se le ve encorsetado, tímido y distante, amparado bajo el paraguas de Juan Carlos Girauta. Éste, al menos, tiene tablas, columnas y tertulias a sus espaldas. Pero el líder naranja, que no luce este color ni en la corbata, se muestra hosco y timorato. Digamos que en su estreno como ese nuevo Adolfo Suárez al que tanto evoca, se quedó en barras. Y de momento, sin paracaídas que la salve de un pacto hacia la nada.

Erigido en esa sensatez que tanto reclama, obsesionado con la figura de Adolfo Suárez y sus pactos de La Moncloa, el joven Rivera se ha entregado a Sánchez a cambio del vacío. Se cruzaron ambos piropos de coraje, valentía y gracias mil, pero el escenario se cae a trozos. El líder de Ciudadanos empezó fuerte en Cataluña con un discurso valeroso contra la independencia, pero ello no es suficiente en el resto del país. La mayoría de sus votantes proceden del centro-derecha desencantado, y esto le pasará factura. Su abrazo del oso con el PSOE y su falta de experiencia son su talón de Aquiles, gran dilema y encrucijada.

Le quedan siglos para llegar a ser como Suárez. Le sobran aires de predicador y ha caído como un neófito en las garras de un Sánchez acorralado. Desde el inicio de la Transición, he vivido todos los debates de investidura. Ninguno tan pueril. Albert Rivera aspiraba al centro y, de momento, está escorado. Pero como bien decía en aquellos años Fernando Abril Martorell, artífice verdadero del consenso con Alfonso Guerra, lo que hoy en política es blanco, al minuto siguiente puede ser negro. Este joven Rivera, que tanto cruza sus brazos bajo el pecho, tiene la oportunidad del cambio que reclama. Otra táctica y otros socios en el viaje. De lo contrario, flor de un día y naranja amarga.