Estados Unidos

Harlem, contra el ADN del racismo

Tras los sucesos de Charleston, en Carolina del Sur, los cimientos de EE UU han vuelto a removerse.

Tras las protestas algunos defensores de la bandera como signo de identidad, salieron a defenderla
Tras las protestas algunos defensores de la bandera como signo de identidad, salieron a defenderlalarazon

Tras los sucesos de Charleston, en Carolina del Sur, los cimientos de EE UU han vuelto a removerse. En Harlem, la comunidad que proviene de aquellas tierras, no se resigna a que la memoria de la esclavitud siga presente y que digan que «el Sur volverá a levantarse»

Es necio zanjar la carnicería de Charleston (Carolina del Sur) como la obra de un loco. Tanto como considerar que los verdugos del Estado Islámico matan porque sí, súbitamente activados por un rayo homicida. Cuando Dylann Roof asesinó a 9 personas de raza negra en el interior de la iglesia africana metodista episcopal Emanuel, empastó con sangre las enseñanzas de foros de internet como Stormfront, fundado por Don Black, antiguo líder del Ku Klux Klan y miembro en los setenta del Partido Nazi Americano. Roof es la prolongación armada, con pegatinas de Rhodesia, de una minoría sumergida en la psique terrible del Sur. Hija de Jim Crow y William Joseph Simmons. Nostálgica del talento al servicio del mal de aquel D.W. Griffith que inventó los idiomas del cine.

Eso, al menos, sostiene el reverendo Henry V. Harrison, que acaba de terminar la misa del domingo en la Baptist House of Prayer, sita en el 80-82 West de la calle 126, sístole de Harlem, esquina con Malcom X Boulevard. Harrison, perlado de sudor, lleva una toalla alrededor del cuello, como un boxeador de los pesados tras el combate del siglo. «No arriaron la bandera confederada de la cúpula del capitolio estatal hasta hace 15 años, una bandera que nos ofende, y lo que hicieron entonces fue colocarla en los terrenos del Congreso. Todavía hoy, si viajas a Carolina del Sur, verás la enseña en muchas ventanas, en multitud de jardines privados. La memoria de la Guerra de Secesión y la esclavitud sigue presente, y es frecuente escuchar que “el Sur volverá a levantarse”. El racismo y el odio se han transmitido durante generaciones».

Roof, supremacista blanco de 21 años, eligió para oficiar su orgía macabra la iglesia baptista más antigua del Sur, pasto del fuego en el siglo XIX por una turba después de que uno de sus fundadores, Denmark Vesey, fuera ejecutado en 1822 tras encabezar una rebelión de esclavos. Nada más natural, entonces, que seguir los ecos del seísmo en calles de Harlem, bulbo del jazz, centro de operaciones de Langston Hughes, W. E. B. Du Bois y Marcus Garvey. Arrasado por los ingleses durante la Guerra de Independencia, cuna de Henry Roth cuando la estrella de David brillaba sobre Mount Morris Park. Emblema de la desertización del tejido urbano y las lacras de la heroína y el crack las décadas finales del XX. Quizá el más condimentado y hermoso de los barrios de Manhattan. «He vivido en Harlem», dice el reverendo, «casi toda mi vida. En noviembre serán 35 años oficiando en esta iglesia. Harlem tuvo una reputación terrible por el crimen, pero hemos vivido muchos cambios, y hay gente nueva, llegan otras culturas y, bueno, Nueva York es una ‘‘melting pot’’, así que el proceso continúa».

La iglesia donde oficia Harrison es pobre y hermosa. Prolonga con cánticos espirituales la herencia de la que parten los ríos de la música norteamericana. De Sam Cooke a Aretha Franklin el rhythm and blues y el soul tienen su patria en la penumbra de las congregaciones baptistas, con el juego de preguntas/respuestas entre el solista y el coro como cartografía esencial. El grupo ha alternado «When the Saints Go Marching» y «Leaning On the Everlasting Arms». Sigo la letra de esta última en el libro de pastas rojas que contiene los himnos y recuerdo escalofriado que es la tonada que canta Robert Mitchum en «La noche del cazador» mientras busca a los niños que luego cobijará Lillian Gish. Buscando un refugio por el río de ranas y búhos mágicos encuentran al hada sabia que protege a los huérfanos. Algo de esto tiene la Baptist House of Prayer. Las iglesias, en la comunidad negra, han sido refugio, empalizada y foro. Búnker durante la lucha por los derechos civiles. Todavía representan un hito fundamental en la narrativa social de muchas ciudades. «Jesús salva», dice la inscripción de la cruz blanca sobre el altar. Una joven con rastas coloradas ha subido a leer «Growing in Grace» y ha dado las gracias por «la comida que llena nuestras neveras». Cada agradecimiento brilla punteado por los acordes del órgano y la Telecaster eléctrica. El guitarrista, un hombrecillo tímido y delgado, ha explicado que su hija es «adicta a las drogas, y es duro verla luchar cada día, pero si ella puede superarlo, yo también». Un niño, sentado junto a su madre, llora hasta que ella le da permiso para que se incorpore al coro. Es recibido por una mujer afable y grande, ¿una tía?, y durante el resto del tiempo canta y baila feliz.

Explica Harrison que sus padres «nacieron en Carolina del Sur. Un primo, sobrino de mi padre, era miembro de la iglesia Emmanuel, la del atentado. He estado en esa iglesia muchas veces. Visitábamos parientes a menudo. Hablaban de la herencia de Carolina del Sur, de todo lo que ocurrió durante la esclavitud y después. Todos nacieron en Charleston».

Abandono la Baptist House or Prayer y camino hasta Sylvia’s, fundado en 1962 por Sylvia Woods, el primer restaurante de la historia de Nueva York de propiedad afroamericana. Al otro lado de la 126 está el sofisticado Red Rooster, símbolo de la gentrification. Un camarero nos pregunta si somos turistas. Los hay a cientos, muchos españoles. Un guitarrista mulato, adornado con un sombrero, hace malabares. Su pirotecnia es calderilla falsa, casi la negación del blues, pero el público parece encantado.

A ratos cuesta recordar cómo era esto antes de que llegasen los «hipsters» con las solapas de la gabardina subidas y las barbas de granjero, antes de que pidieran 1.650 dólares mensuales por un «one bedroom apartment», aunque basta girar hacia Este u Oeste en la 125 para darte de bruces con el viejo Harlem. O casi. No hay rastro del Lenox Lounge y su reservado «art déco» de piel de cebra, donde en los cincuenta tocaba Miles Davis y siglos más tarde bebí copas con los amigos que nos visitaban. Tampoco sobrevivió el St. Nick´s Pub, garito de jam-sessions donde los músicos del barrio, y visitantes ocasionales como Wynton Marsalis, gran pope del tradicionalismo en el Lincoln Center, subían a improvisar al escenario. El St. Nick’s, 773 de St. Nicholas Avenue, nació, con otro nombre en los años treinta, y tuvo a Louis Jordan como primer maestro de ceremonias. Contra pronóstico sobreviven comercios como el Black Star Music and Video, especializado en «películas, libros y discos afroamericanos clásicos y modernos». Enfrente, el Maysles Institute and Cinema, creado por los hermanos Maysles, santos patrones del cine documental (Gimme Shelter, Grey gardens, etc).

En mi cabeza resuenan los versos de «Amazing Grace», que Obama cantó el pasado viernes (con poca gracia, por cierto), durante el funeral por una de las víctimas de la matanza, el senador estatal Clementa Pinckney, y que hemos escuchado esta mañana en la iglesia, en la interpretación de una vocalista superdotada. A unos cientos de metros se divisa el neoclásico del teatro Apollo, patria de Bessie Smith, Billie Holiday, Count Basie, Dinah Washington, Josephine Baker, Sidney Poitier, James Brown, Smokey Robison, Ray Charles y las Ronettes. Enfrente, el hotel Theresa, que ya no es hotel, y por cuyos salones pasearon Ginsberg, Castro, JFK, Patricio Lumumba, Eleanore Roosvelt y Mohamed Alí. A pesar del dolor, Harlem acoge al visitante con sus adornos de plástico y sus tallas cutres, su alegría y generosidad registradas, sus pobres de pedir y su tumulto, sus tiendas africanas y sus murales de Nelson Mandela. «Nosotros, como cristianos», había comentado el reverendo Harrison, que esta semana embarca hacia Japón, para participar en diversos encuentros en memoria de las víctimas de Hiroshima y Nagasaki, «nos tomamos seriamente la fe, y en mitad de esa violencia hemos perdonado. No es la primera vez que los creyentes mueren. Hay mucho que rezar todavía, y hay que convencer a la gente de que el amor es la única respuesta».