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El artículo de Lomana: Aquellos maravillosos años

Junto a Olivia de Borbón y su marido y su sobrino en la playa de Palombina
Junto a Olivia de Borbón y su marido y su sobrino en la playa de Palombinalarazon

Recuerdo esos preparativos haciendo baúles para irnos tres meses de vacaciones a la casa de Asturias. Eran unos veranos largos siempre en el norte y en nuestros equipajes había desde botas katiuskas e impermeables a trajes de baño, porque en mi familia estaba prohibido usar biquini. Es más, cuando yo era pequeña nadie lo llevaba, excepto alguna francesa o sueca que se acercaba a las playas norteñas y que eran una especie de diosas que hacían con sus preciosos cuerpos revolverse de envidia a las lugareñas veraneantes de toda la vida, que se dedicaban a criticarlas. Hubo una época en la que vivimos en Valencia y cruzábamos toda España hasta llegar a Llanes. Salíamos con dos coches cargados hasta los topes y un remolque enganchado a uno de ellos con dos enormes baúles. Íbamos mi madre y mis hermanos con dos chóferes. Mi padre nos despedía horrorizado de vernos partir igual que la caravana de un circo. Llevábamos hasta un pájaro en su jaula. Siempre pensé que se sentía liberado por unos días haciendo vida de «Rodríguez». Solíamos irnos por San Pedro, en junio, y parábamos a dormir en Soria coincidiendo con sus fiestas. Era lo más divertido de aquella enorme excursión. Dejábamos el equipaje en el hotel y salíamos con mi madre felices a perdernos por la locura que era Soria en fiestas. Todo el mundo bailaba por las calles, mamá compraba mantequilla pues decía que era buenísima. Recuerdo que tenía colores y dibujos con un sabor dulce riquísimo. Había fuegos artificiales y nos acostábamos tarde, por lo que al día siguiente continuábamos el viaje durmiendo y sin dar la tabarra. En la segunda jornada nos plantábamos en nuestra casa «Rocamar», en la playa de Celorio. Un lugar de ensueño: nuestro jardín terminaba donde empezaba la arena. Y el olor intenso a mar y algas del Cantábrico siempre impregna mi memoria.

El mar y la playa son mi pasión. Lo primero que hacía al despertar era pisar la arena virgen después de subir la marea. Me gustaba correr y bañarme saltando las enormes olas. Así cada día, como en un ritual mágico. Era la felicidad total... Después, un delicioso desayuno y me ponía mona para volver a bajar a la playa, esta vez de postureo con mi pandilla. Era una adolescente que vivía la vida con pasión de la misma forma que ahora, pero sin el bagaje de la vida que te erosiona el corazón. Por la tarde, chocolatadas en el monte, hacíamos hogueras y asábamos chorizos; jugábamos a las prendas y coqueteábamos con los chicos que nos gustaban... Estas tardes terminaban al volver del monte en un lugar «mítico» que ya no existe, «La Pista», una antigua casona de indianos en la que nuestros padres merendaban y jugaban al chinchón y otros muchos bailábamos en la parte de atrás, donde estaba la pista de baile. Sonaba Adamo, «Mis manos en tu cintura», y nos emocionábamos con algún beso robado o una caricia de nuestros primeros amores...

Esos veranos de Asturias siempre con un suéter al atardecer, el olor a mar y eucaliptos, el «orballu» mojándonos la cara suavemente, el sonido de la sidrina escanciándose... Eran unos veranos únicos. Aprendí a amar la naturaleza también a conocer el amor y la belleza. Pero lo que nunca olvidaré seran los paseos por la tarde con mi madre hacia Porrua un pueblo al pie de la Sierra de Cuera, para tomar queso blanco recién hecho con membrillo mientras contemplábamos ese paisaje abrupto con mil matices verdes que las dos amábamos tanto. Ahora acabo de llegar a St.Tropez, que no está mal, pero nada comparado con aquellos veranos.