Artistas

Regreso a la felicidad

Regreso a la felicidad
Regreso a la felicidadlarazon

e venido a Londres con mi hermana María José. No habíamos vuelto juntas a esta querida ciudad en la que viví una parte muy importante de mi vida desde aquel mes de septiembre de 1975. Ella había venido a pasar unos días conmigo y una noche en un club de jazz cerca de mi casa conocimos a Guillermo.

Recuerdo perfectamente el momento: estábamos muy divertidas, coqueteando con uno de los guapérrimos que estaban por allí, con esa alegría y desenfado enorme que se tiene cuando eres muy joven y muy divina y nada se te pone por delante. De repente apareció él, delante de mí, y me quedé sin habla. Todo el mundo desapareció. Solo ese chico de ojos verdes y pelo largo ondulado existía. Llevaba un suéter azul pálido de cuello alto, unos «jeans» y la más bonita sonrisa que yo había visto hasta entonces. Mi hermana estaba a su bola. No se enteró del gran momento, aquel en el que en un segundo cambió mi vida. Hablamos no se de qué, de todo y nada. Él creyó que yo era sueca y yo no creí nada porque estaba absolutamente embobada. En algún momento me dijo algo de Allende, Chile, la represión... y le contesté: «Oye, mejor hablamos en castellano». Para entonces ya estábamos enamorados. No necesitábamos saber nada más. Nos habíamos encontrado y reconocido. Me pidió el teléfono, aunque en un arrebato de imbecilidad total no se lo di. Pero cuando las cosas y las personas tienen que ser para ti lo son, aun en la peor de las circunstancias, ya que a la semana siguiente lo encontré por la calle. Estaba sentada en un café italiano de South Kensington cuando mi hermana me dice: «Carmen, mira quien viene por ahí». Pegué un salto de la silla y grite: «¡El chileno!». Mi corazón latía a 200 por hora. Se paró a saludarnos. Yo me separé del grupo para hablar con él a solas y decirle: «A las ocho en el club de jazz», la única referencia común que teníamos. A partir de ese momento ya nunca nos separamos. El amor nos tenía atrapados hasta la médula y, a los seis meses, nos casamos contra viento y marea. Mis padres consideraban que era un disparate, pero me daba igual. Teníamos todo lo que necesitábamos para ser felices. Mucho amor, amigos fantásticos, un «flat» en Chelsea y lo suficiente para llenar el carrito de la compra cada semana.

Este viaje a Londres con mi hermana tenía como principal motivo asistir a una subasta de arte que nos hacía ilusión por las piezas importantes que salían y vivirlo «in situ», pero se ha convertido en regreso al pasado. Comentábamos que las ciudades, los objetos, las casas... todo nos sobrevive. Paseamos por los mismos lugares donde tantas veces pasé, volviendo al viejo pub de tu barrio que continúa exactamente igual, mi casa, los jardines, el parque, la tintorería... En esta preciosa ciudad nada cambia. Aquí las piquetas con afán destructivo no se les ocurre arrasar cambiando su fisonomía. Eso hace a Londres único y diferente. Una urbe muy «cool» donde convive lo más moderno con la tradición y donde se valora una vieja tetera de porcelana que perteneció a tu abuela por encima de cualquier objeto de acero. He vuelto a mi restaurente hindú favorito, al lado de mi casa, con la enorme alegría de seguir encontrando a la misma familia, con las nuevas generaciones cocinando igual, o mejor, saboreando mis verduras al curry y el tandoori «chicken» que preparan como nadie. No me gusta quedarme colgada de la melancolía, pero reconozco que volver a los lugares de una época tan feliz me provocan ese sentimiento que, más que hacerme llorar, me hacen sonreír pensando en lo afortunada que fui esa noche en el pequeño club de jazz donde encontré a mi amor.

Me acabo de dar cuenta de que en Londres es una hora menos y esta crónica no va ha llegar a tiempo. Termino para que hoy al volver la encuentre impresa en mi querido periódico.