Enrique López

«El Cristo de Velázquez»

La Razón
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En Semana Santa me encanta releer el grandioso poema que Miguel de Unamuno compuso en honor a nuestro Señor Jesucristo, la magnífica pieza titulada «El Cristo de Velázquez». Fascinado por la figura de Cristo –«hombría de Dios»–, consideró que la poesía era la única vía capaz de adentrarse en el misterio de lo sobrenatural. La poesía es en sí misma «razón creadora», un saber que se expresa mediante hexámetros, octosílabos, endecasílabos, alejandrinos, versículos o versos blancos. Según los primeros versículos del Evangelio de San Juan: «En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios» (1, 1). Para Unamuno, Dios es Palabra creadora, Poesía que engendra formas, concepto que se dice, oponiendo el ser a la nada: «Todo lo que de veras vive en el corazón está en verso». Unamuno cultivó un clasicismo intemporal, que no cree en la autonomía de la palabra, sino en su trascen-dencia. «El Cristo de Velázquez», publicado con escasa resonancia en 1920 tras siete años de minuciosa elaboración, refleja fielmente su poética, que no cesa de preguntarse por la existencia de Dios y el destino del ser humano. El lienzo de Velázquez, que inspiró tamaña obra, nos acerca a un hombre, su solo hombre que genera en Unamuno un estilo literario, un estilo que no cree en el adorno, ni en los recursos florales, tan solo la palabra en sí misma, tal cual nos la enseñó Jesucristo.

La respuesta de Jesús a la pregunta de los fariseos de «¿Tú quién dijo?», «Vuestro padre Abraham se regocijó esperando ver mi día; y lo vio y se alegró. Por esto los judíos le dijeron: Aún no tienes cincuenta años, ¿y has visto a Abraham? Jesús les dijo: En verdad, en verdad os digo: antes que Abraham naciera, yo soy. Entonces tomaron piedras para tirárselas, pero Jesús se ocultó y salió del templo». (Juan 8:56-58).Velázquez en un lienzo y Unamuno en una poesía han sabido representar en imagen y palabra lo que realmente es Jesús y, sobre todo, lo que nos trasmitió, amar sin necesitar, vencer a la muerte, redimir el mal y todo ello para superar la finitud humana, algo contra lo que muchos han luchado y todos han visto arrumbados sus mensajes por la auténtica y trascendente verdad. Cuando se acerca la Semana Santa, los profetas de la laicidad surgen por doquier y reclaman un ejercicio laicista del Estado; y, ¡que pena!, cinco minutos ante el cuadro de Velázquez y una lectura atenta del poema de Unamuno les acercarían a su propia naturaleza, a la naturaleza humana que solo puede concebirse en su plenitud desde la trascendencia espiritual. Qué pena los que maltratan nuestra Semana santa y les molesta el tañer de las campanas, mientras abrazan con seudo tolerancia el canto del almuédano musulmán. En cualquier caso, el sonido de los tambores y timbales se oirá por muchos años y, si además conseguimos que el espíritu de la victoria a la muerte de Jesús siga siendo el de la Semana Santa, habremos conseguido mucho. Decía Oscar Wilde: «Señor, si existieras, me gustaría creer en ti».