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El influjo de la mercadotecnia

La Razón
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El 6 de marzo de 1991, hora y media antes de que empezara el Spartak-Real Madrid, hallábame sentado en el estadio Lenin de Moscú a -14 grados. Los asientos de Prensa, tan siberianos como cualquiera de las 89.318 localidades. Un periodista ruso me comentó que su hijo, de 11 años, simpatizaba con el Madrid y que si llevaba encima algún pin del equipo. En un bolsillo del abrigo guardaba el sobre con un puñado de insignias que, en cada viaje por Europa, entregaba el club madrileño a los periodistas. Repartí varias entre los colegas rusos, dos para el progenitor del simpatizante merengue, que a cambio me cedió sus guantes de lana. «Si tienes que escribir, te van a resultar más útiles que esos de piel». Tras enviar la crónica y una pieza de vestuarios al periódico, se los devolví. Ambos, muy agradecidos. Él haría feliz a su hijo con el pin del Madrid y yo pude trabajar gracias a ése insignificante detalle de un valor trascendental. Cuando guardé el ordenador en la bolsa, el teclado estaba congelado.

Fernando Roig, presidente del Villarreal, ejemplar en tantas cosas, reprobó a Gil Manzano por salir de la caseta con una bolsa del Madrid que contenía bolígrafos, pins y llaveros. Al árbitro le faltó perspicacia y al directivo le sobró suspicacia. En el origen, el penalti de Bruno, que no pudo amputarse el brazo. El líder empataba un partido que ganó y que perdía 2-0. A Roig le sancionarán por insinuar que el trencilla se vendió por un puñado de bolis. El CTA contradice a sus ex árbitros opinadores y salva a Gil: pitó lo correcto, el balón procede de un rebote en otro jugador y no en Bruno. Olvida que la pelota le tocó antes en el pecho... Cruzado el ecuador liguero, cualquier decisión arbitral, errónea o acertada, pero insatisfactoria, convierte al manso en energúmeno y al pin en cheque al portador. Y así hasta el final de la Liga.