José María Marco

La amenaza del nacional populismo

La Razón
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Hace 60 años, en Roma, los líderes de seis democracias liberales europeas pusieron en marcha el núcleo de lo que hoy llamamos la UE. Aunque sin un diseño final claro, y por mucho que introdujera una nueva realidad política en Europa, aquello no pretendía ser un súper Estado postnacional que viniera a abolir las naciones. Efectivamente, si Europa era algo serio, algo que merecía la pena preservar y continuar, era por lo que tiene de equilibrio entre la conciencia subyacente de unidad y la diversidad de las naciones a las que había dado lugar. Siempre Europa ha sido un equilibrio más o menos estable entre las naciones y el fondo compartido. Como dijo Ortega, este fondo –insondable, en esencia– es anterior a las naciones pero inconcebible sin ellas. Somos europeos, efectivamente, pero lo somos porque somos españoles, portugueses, polacos o italianos.

Este equilibrio estuvo en peligro, por última vez, en las primeras décadas del siglo pasado. El motor de aquella destrucción fue el nacionalismo, que es un intento de llevarse por delante la nación –la nación política liberal y la nación histórica que sostiene a ésta– para convertirla en un espacio uniforme. En la nación nacionalista reina la unanimidad y triunfa el miedo a un enemigo imaginario, externo, pero también interno que debe ser expulsado y en la medida de lo posible exterminado. Los firmantes de los Tratados de Roma querían detener cualquier nuevo brote de nacionalismo. Y lo consiguieron. Desde entonces Europa ha vivido 60 años de prosperidad, de libertad, de respeto y de tolerancia. No sólo no volvió a haber guerras internas, fratricidas. La Unión Europea se ha convertido desde entonces en un auténtico paraíso. Hay problemas, como es natural, pero nunca nadie ha vivido como vivimos hoy en día los ciudadanos de la UE. Gracias, en muy buena medida, a esa unión.

Uno de estos problemas es hoy en día la deriva de aquel núcleo institucional inicial a otra cosa. El famoso «Objeto político no identificado» (OPNI), según lo bautizó Jacques Delors, aspira a plasmarse en la realidad de una forma original, aunque sigamos sin saber lo que es. Alguna vez habrá que fechar el inicio de este proceso. En cualquier caso, siempre se ha debatido si la Unión debía convertirse en algo parecido a un Estado federal, con las grandes decisiones centralizadas y las naciones convertidas en elementos culturales, más que políticos, o en una Confederación que coordinara las diversas naciones europeas en algunos aspectos.

Lo que ha prevalecido en esos últimos años ha sido lo primero. Lo ha hecho de forma autónoma, con una mecánica propia, ajena a la vivencia de los propios europeos. Se recordará lo ocurrido con los referéndums sobre la Constitución europea. Parece haberse dado por supuesto que las enormes e indudables ventajas de todo tipo que los nacionales obtienen de su pertenencia a la Unión les llevaría a trasladar su lealtad cívica y su identidad política de la nación a los nuevos Estados Unidos de Europa, por llamar de alguna manera al OPNI de Delors.

Como era de esperar, no ha ocurrido así. Los propios impulsores del proyecto conocían las dificultades a las que se enfrentaban. Por eso han evitado el ridículo de intentar crear vía institucional una identidad europea sustitutoria: los símbolos europeos, por ejemplo, son pocos y modestos, y no hay forma de constituir en figuras heroicas o en mitos fundadores a los Jean Monnet o los Robert Schuman, por ejemplo. Son algo distinto, más modesto y al mismo tiempo, y por eso mismo, aún más valioso: la base de una cultura cívica propia que sí se puede promover sin imponer lo nuevo ni romper la continuidad. Como es natural, ni siquiera quienes aspiran a crear un súper Estado postnacional estarían dispuestos a cambiar su nacionalidad por otra. ¿Por qué nadie habría de querer dejar de ser francés, o danés, o austríaco?

La vigencia de estos conceptos no está relacionada con una arcaica pulsión identitaria. Muy al contrario. Está relacionada con la más sofisticada forma de organización política inventada hasta ahora, que es la nación. La nación, se ha explicado muchas veces, requiere un territorio (una frontera, por tanto, aunque en determinadas circunstancias, no siempre, sea simbólica), un pueblo (que materializa una realidad histórica, y unos principios y unas virtudes compartidas), un Estado (que representa a todos los nacionales y ejerce en su nombre la soberanía) y, hasta hace no mucho tiempo, una religión que encarnaba el bien común.

De este ensamblaje tan complejo y delicado surge la nación, o la nación Estado. Y es ese ensamblaje, justamente, lo que permite la diferencia y el pluralismo: el respeto de quien no piensa o no vive como yo, pero con el que me unen los lazos de la identidad y la ciudadanía nacional. Por eso la nación Estado ha sido, sin posible sustitución hasta ahora, la clave en la construcción de los regímenes liberales en los que vivimos. En contra de lo que un pensamiento muy provinciano suele afirmar, es también ese mecanismo, bajo el que siempre subyacía la profunda noción de Europa, el que permitía que los nacionales proyectaran sus ambiciones, sus creaciones y, en realidad, la sustancia de lo nacional, a una dimensión universal, puramente humanística.

Es esto lo que está amenazado por la evolución postnacional de la Unión Europea. Se ha intentado construir una nueva nación postnacional, lo que viene a ser el colmo de los absurdos, porque al parecer nadie en Europa consigue imaginar, ni siquiera para negarla, una forma de convivencia distinta de la nación. Como era de esperar, este intento contribuye, en momentos de crisis y por tanto de ansiedad como los que estamos viviendo, a sacar a la superficie el nacionalismo. En su primera versión, menos pretenciosa, la Unión Europea lo mantuvo a raya.

Los adversarios de la Unión Europea no son las naciones. Lo son los nacionalismos: los nacional populismos, que vienen a ser la nueva cara del clásico nacionalismo, pero también ese peculiar nacionalismo abstracto, sin identidad ni ciudadanía, que finge desconocer, y a veces despreciar, lo que las naciones, y por tanto Europa, significan.