Sucesos

Crimen de Almonte: «Soy culpable de haberme enamorado del hombre acusado de asesinar a mi hija y a mi marido»

Marianela tiene miedo, pero se ha decidido a hablar por primera vez. La Audiencia Provincial de Huelva está juzgando al que fuera su novio por presuntamente asestar 104 puñaladas a su pequeña, de ocho años, y 50 a su cónyuge.

Crimen de Almonte: «Soy culpable de haberme enamorado del hombre acusado de asesinar a mi hija y a mi marido»
Crimen de Almonte: «Soy culpable de haberme enamorado del hombre acusado de asesinar a mi hija y a mi marido»larazon

Marianela tiene miedo, pero se ha decidido a hablar por primera vez. La Audiencia Provincial de Huelva está juzgando al que fuera su novio por presuntamente asestar 104 puñaladas a su pequeña, de ocho años,
y 50 a su cónyuge.

La puerta del domicilio de Marianela en Almonte está entreabierta. Aún así, anuncio mi presencia golpeando sobre el metal con un llamador en forma de puño cerrado. Enseguida me invitan a entrar. La casa está a oscuras, como si la tristeza hubiese fundido todas las luces. Marianela me mira desde el sofá, el mismo en el que la dejé en mi anterior visita. Llora al verme, como la otra vez. Susurra mi nombre, nos abrazamos y las lágrimas arrecian. La acuno acompañando el movimiento con palabras de ánimo. Ella trata de recomponerse: «Me he tomado tres pastillas para no estar tan mal», me confiesa con la voz entrecortada. «Perdona que no te he ofrecido nada. Qué mala anfitriona». Rechazo el ofrecimiento y se vuelve a sentar. La acompañan su madre y una amiga. También estaban allí la otra vez, en los mismos sitios. Marianela jamás ha concedido una entrevista. Esta es la primera. Hemos pactado hacerla sin cámaras ni grabadoras. Sólo bolígrafo y papel, a la antigua usanza. Al acabar, una foto rápida con el móvil para ilustrar el cuestionario.

–¿Por qué no has hablado nunca antes?

–Tengo miedo. Miedo al rechazo. Me he sentido maltratada, juzgada, criticada, pero es el momento de dar un paso adelante y contar las verdades aunque me duelan y destapar las mentiras y las calumnias que vierten sobre mí.

–¿Juzgada? ¿Quién te juzga?

–Desde el momento en que detuvieron a Francisco, el que fuera mi pareja, siento que Almonte me ha condenado porque fui infiel a mi marido. Lo hacen con más dureza contra mí que contra la persona que está acusada de dar 104 cuchilladas a mi niña de ocho años y otras 50 a mi marido. No es todo el mundo. Sólo una parte, pero tengo miedo a venir al pueblo. Lo confieso, me enamoré de Francisco y fui infiel a Miguel Ángel. Me equivoqué al enamorarme, pero creo que lo he pagado con creces.

–¿Enamorarse es un delito?

–No, pero yo estaba casada. No debí. Si no me hubiera enamorado de otro, mi marido y mi hija seguirían vivos. Soy culpable y esa culpa me corroe y me acompaña a cada segundo. No merezco vivir. Se lo he dicho a mi psicóloga. Me ronda la idea del suicidio desde que mi pequeña y su padre fueron asesinados. Ella dice que debo luchar, que el cuchillo lo empuñó otro, que amar no es delito, pero yo desde que me los mataron no vivo, sobrevivo. Si no me he ido ya es porque quiero que se haga justicia. Cuando lo consiga podré descansar en paz.

Marianela no sabe hablar sin llorar. A lo largo de la entrevista no paran de deslizársele lágrimas por las mejillas. Estruja un pañuelo de papel entre las manos con el que se va secando. Cuando lo empapa, su madre se levanta para cambiárselo por otro nuevo.

–¿Cómo es Francisco?

–Al principio muy bien, por eso me enamoré. Cuando lo logró, se destapó. Me prohibía hasta sonreír. Nunca me pegó pero sí tenía un carácter temperamental. Una vez me fue a dar un abrazo por detrás y me apretó la tripa. Le dije: «Cuidado que me he hartado a comer papas fritas con la niña y Miguel». No debí decírselo, pero se me escapó. ¡Se me escapó!

Rompe en un ataque frenético de llanto e hipo, como si aquel desliz verbal fuese un pecado imperdonable. Cuando logra recuperarse, sigue su relato.

–Se puso como un bestia, lleno de celos. Me gritó: «¡Vete a tomar por culo! ¡Vete a chuparla!». Me dejó tirada en un barrizal con el coche y se fue. Yo le llamaba para que me ayudara a sacarlo, pero no me hizo ni caso. A partir de entonces borraba las llamadas a Miguel y los mensajes con mi hija para que no me los pillara porque si los veía había bronca. Si les hacía de comer lo ocultaba. Y me escondía para ir a verlos.

–¿Cómo fue el día que detienen a Francisco?

–Me llamó el teniente y me pidió que acudiese al cuartel. Me dijo: «Esto se va a resolver pronto, pero dime una cosa. ¿Antes del doble crimen cuánto tiempo llevaba Francisco sin entrar en tu casa?». Me lo había preguntado cientos de veces, y le respondí lo de siempre, que más de tres años. «¿Entonces como es que su ADN está en tres toallas?». Me caí al suelo muerta. Quedé en estado catatónico. No podía creérmelo. Que el hombre al que amaba fuese el sospechoso de asesinar a mi hija y a mi marido. Que el hombre que llevaba un año y medio apoyándome pudiese haber empuñado el cuchillo.

Marianela se rompe. Su madre, su amiga y yo esperamos en silencio. No se han inventado palabras de consuelo para ese dolor. «Estoy muerta en vida. No me lo voy a perdonar nunca», repite como un mantra mientras las lágrimas arrecian. Me parece hasta impúdico presenciar tanta tristeza, pero no sé dónde meterme.

Marianela está enferma de culpa y dolor. Su parte racional sabe que no ha hecho nada malo, pero es incapaz de borrar la idea de que por enamorarse su hija y su marido murieron brutalmente apuñalados. Está estancada en ese convencimiento y quizá no lo supere nunca. La amiga comenta que le ha hecho mucho daño una foto que se ha publicado en las redes sociales. Una en la que se le ve bailando.

–Mi psicóloga insistía en que no podía estar muerta en vida, que no podía sentirme culpable por sonreír. Yo creo que sólo castigándome tengo derecho a respirar. Aún así, tras muchas horas de terapia, me convenció de que fuera a bailar. «Hazlo por tu hija, a ella le gustaba». Fui por ella. Me tuvieron que acompañar mi hermana y mi sobrina. Allí poco a poco me solté. Todo el grupo me apoyó. Son como una familia para mí. Confieso que alguna vez durante la hora de clase pude evadirme y ser feliz otra vez. Hasta nos hicimos alguna foto. Una ha salido, como queriendo demostrar, que es mentira mi sufrimiento y que soy una vividora. Lo han conseguido. Me arrepiento de haber sido feliz unos minutos. Sólo merezco dolor.

–¿Es Francisco culpable?

–Su ADN está en tres toallas. ¿Cómo llegó hasta allí si llevaba tres años sin entrar en la casa? Como no tiene explicación, ahora piden que se anule la prueba. Además durante el juicio un testigo ha contado que los abogados de Fran trataron de convencerle para que cambiase de testimonio porque les perjudicaba mucho. Hasta conmigo quisieron reunirse, pero los rechacé. Sólo esconden la verdad los culpables. Aún así parte de Almonte me condena a mí por infiel y apoya a un acusado de doble asesinato. Como es muy devoto de la virgen y muy religioso no se creen que pueda matar.

Interrumpe la conversación su amiga: «Pero si la alcaldesa con parte de la corporación fueron a verle a la cárcel, se abrazaron con él y le dijeron que no se preocupase, que Almonte estaba con él». Le pido que me deje poner su nombre, pero se niega. «Quita, al testigo que se negó a cambiar su testimonio alguien le ha rayado el coche, a la abogada de Marianela también. Tengo miedo».

–Sé que cuando salga me matará. Lo sé.

Termina la entrevista y la dejo como la encontré, llorando, a oscuras. En la calle el sol brilla con fuerza, pero la sombra de su tristeza me acompaña durante muchos kilómetros.