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Mi postal de Navidad por Víctor Manuel Márquez Pailos
En nuestras postales navideñas solemos enviar a los demás casi siempre los mismos deseos. Navidades y reyes son el tiempo de los grandes deseos y los pequeños regalos. Y es que los regalos, por caros que sean, suelen quedarse muy por debajo de los deseos. Los deseos no tienen precio.
Esta navidad, por cierto, he recibido una postal con un deseo original, un deseo tan pequeño como la postal en la que venía escrito. Era el deseo mismo de hacerse pequeño, de enmudecer. Ya se ocuparían los grandes deseos -¿qué deseo no lo es de algo grande?- de llenar de luz y palabras los mensajes navideños. Pues bien, mi postal rezaba así: «que en estos días de navidad el silencio anime nuestra palabra».
El silencio y los deseos se cruzan muchas veces en la vida. El silencio sólo se posee a sí mismo. Los deseos, en cambio, lo son de todo aquello que no se tiene. El silencio es siempre rico y no lo sabe. Los deseos, siempre pobres aunque no lo sepan. Y por navidad aquel y estos se ven sin mirarse, con desdén a veces. Hay una navidad fría y silenciosa para quienes, en estos días, tratan de olvidar que otra vez es navidad. Y hay otra navidad dulce y bulliciosa para quienes, en estos mismos días, tratan de recordar su primera navidad. Mi amigo Juan Mari, que es cura, sabe que, cuando llegan estos días, se queda solo, y lo siente. Es la suya la navidad rica de quien solo se tiene a sí mismo pero, al menos, tiene algo: silencio y tiempo para sentirlo.
Hay seguramente otras muchas maneras de olvidar o recordar la navidad pero, ¿cómo no enmudecer ante todas ellas, cómo no respetarlas, si fue precisamente el silencio lo que envolvió de noche la primera navidad de la historia?
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