Reyes Monforte
Inocentes
No hay una navidad que se precie sin visionar «Lo que el viento se llevó» y «Doctor Zhivago». Y si la hay, no es lo mismo. Y depende de cómo tengamos el termómetro sentimental, podríamos incluso incluir «Mujercitas» en esa terna cinéfila, aunque esta última es opcional, y está más al albur de los dictados de nuestra memoria, esa particular fábrica de recuerdos que nos va alicatando la existencia. Tampoco hay Navidad sin el consabido Día de los Inocentes, aunque llevamos unos años en los que la realidad convierte esa efeméride anual, en diaria. Recuerdo que de pequeña esperábamos ansiosos este día, no sólo por ver quién se atrevería ese año a tirar la bomba fétida en clase cuando la vigilia del profesor se relajara, sino por ver qué noticia nos intentaba colar el periódico, la radio o la televisión. Y siempre lo conseguían: desde la dimisión de un presidente del Gobierno hasta el cierre definitivo de unos grandes almacenes. Hoy en día resultaría imposible, quizá por las redes sociales o quizá porque la ciudadanía ha perdido la inocencia y ha mudado en perro viejo. Ayer, una cadena de hamburguesas quiso adelantarse al Día de los Inocentes anunciando que españolizaba su nombre y algunos medios lo publicaron. La broma resultó insulsa, por sosa y por el sinsentido que proponía, pero se convirtió en TT. Gracias a las redes, las noticias falsas del 28 de diciembre ya no son lo mismo. De hecho, llevamos días recibiendo bulos sobre una supuesta alerta máxima de atentado terrorista, lo que ha obligado a la Policía a salir para negarlo y tranquilizar a la población. No sé dónde encuentran la gracia en hacer algo así, pero deben vérsela. El escritor sueco Stieg Larsson, autor de la trilogía «Millennium», mantenía en su libro «La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina» que no hay inocentes, sólo distintos grados de responsabilidad. Las inocentadas fabricadas han muerto quizá por la proliferación de las de verdad. Nuestro nivel de inocencia está en los baremos más bajos jamás registrados. Gracias a la realidad, cada día somos más los que nos creemos todo lo que nos cuenten, por mucha o poca gracia que tenga. Y quizá eso nos haga, al final, más inocentes que nunca.
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