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Memocracia participativa

Memocracia participativa
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Los últimos tiempos en política han venido determinados por eso a lo que algunos llaman “nueva política” o “política participativa”. A primera vista puede parecer una novedosa, moderna y progresista fórmula democrática para aumentar la implicación del ciudadano en la toma de decisiones y la transparencia del sistema; pero lo bien cierto es que, de acuerdo con la propia experiencia, resulta un verdadero desastre con consecuencias que distan mucho de las que se pretende alcanzar.

En primer lugar, cabe reformular el término o, más bien, darle el nombre que le corresponde. Cuando hablamos de “democracia participativa”, en realidad estamos hablando de “democracia asamblearia”. Aunque también puede sonar atractivo dada la triste deriva ideológica y cultural de nuestra sociedad, debemos ser cautos y no dejarnos llevar por la perversión terminológica que tan bien ha llevado a cabo el marxismo cultural de un tiempo a esta parte.

El asamblearismo nace en la Grecia Antigua, en Atenas, donde los ciudadanos eran responsables de las decisiones políticas que se tomaban en la polis. Claro, cabe tener en cuenta que el término “ciudadano” excluía a mujeres, esclavos y extranjeros, limitando el derecho a voto únicamente a hombres con capacidad para decidir sobre temas muy concretos. Además de poco eficiente, la democracia ateniense era elitista y poco participativa, lo cual choca frontalmente con el principio básico de la misma.

Sí, es cierto: no podemos comparar la Grecia Antigua con el mundo contemporáneo. Pero va y resulta que el problema de la democracia asamblearia no se ha solucionado con el tiempo, simplemente se ha transformado. Hoy pueden votar también las mujeres y los inmigrantes nacionalizados en nuestro país, y la esclavitud ya no existe. Pero la democracia asamblearia sigue siendo ineficiente, lenta e incapaz de tomar decisiones trascendentales para el correcto desarrollo político de la sociedad sobre la que se aplica el proceso. Además, aunque el censo ha aumentado ampliamente, siguen siendo muy pocos los que se implican y los resultados de participación son, normalmente, irrisorios.

Conocemos, aparte del caso ateniense, otros tantos como el de la revolución francesa, que implantó el Terror de Robespierre; los soviets de la URSS, que tuvieron que ser abolidos por el propio régimen al resultar disfuncionales; o los referéndums en Suiza, cuya tasa de participación media se ha desplomado del 75 al 40% en pocos años, que han provocado estrictas limitaciones por la saturación que acabaron generando. Por no hablar de que, en 1959, uno de estos referéndums planteó revocar el derecho a voto femenino y salió aprobado por los participantes, si bien no se aplicó por pura lógica y garantía de los derechos civiles. Otra muestra de que la democracia participativa no siempre actúa en beneficio de la sociedad y el progreso, como muchos se empeñan en defender.

Más recientemente, el caso del famoso referéndum de Manuela Carmena en el que solo han votado 212.000 personas de un censo total de 2.700.000, donde se planteaba peatonalizar la Gran Vía, la aplicación de un billete único de transporte y convertir Madrid en una “ciudad 100% sostenible” -sea lo que sea que signifique eso-. Vamos, que menos de un 8% del censo ha decidido sobre el 100% de los madrileños, estén a favor o en contra de estas medidas.

En definitiva, creo que hay evidencias de sobra para que quede meridianamente claro que la democracia participativa o asamblearia ni es positiva ni es deseable. Debemos apostar por modelos adaptados a la sociedad en la que vivimos, que se basen en los principios fundamentales de la civilización occidental y que no sean meras declaraciones de intenciones muy bien decoradas de cara al público.