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Corre, Alan Sillitoe, corre

Corre, Alan Sillitoe, corre
Corre, Alan Sillitoe, correlarazon

Cuando hace casi veinte años Alan Sillitoe publicó su autobiografía aún le quedaban tres lustros de vida. Se sintió siempre un poeta, escribió teatro y guiones de cine, pero, sobre todo, la obra por la que seguirá siempre despertando atención es la narrativa, y entre ella, la que aborda la Inglaterra del desempleo y la pobreza de los cincuenta, «Sábado por la noche y domingo por la mañana» (1958), y su mejor creación, el relato largo «La soledad del corredor de fondo» (2007), ambos recuperados estos años por la editorial Impedimenta. Esta vida que describe sin armadura, titulándola a partir de un pasaje bíblico de Samuel y traducida por Antonio Lastra, se centra en lo que significó su debut literario, que lo aupó al éxito, y en menor medida en la historia de aquel delincuente al que, habiendo ingresado en un reformatorio, destinaban a las carreras de fondo al ver que tenía grandes aptitudes físicas. Un personaje rebelde, como es habitual en un Sillitoe emparentado con una generación que dice aquí no reconocer: «No me sentía parte del movimiento de los “angry young men”, si es que existía, y no sé de ningún escritor que lo sintiera, pues la etiqueta era propia de periodistas y otros que querían clasificar a quienes escribían de una manera que ellos no se preocupaban por entender».

Es un detalle esclarecedor que se une a la inspiración fabulosa de concebir «La soledad...» y otros pasajes memorables, como su amistad con Robert Graves. Lo mejor de un libro que es memoria de su origen paupérrimo, de sus oficios en fábricas y de su periodo como radiotelegrafista de la Real Fuerza Aérea, con la que viajaría a Malasia. De allí volvería tan enfermo que tendría que retirarse, pero ya a punto de convertirse en el escritor que había soñado ser.