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«El francotirador»: El hombre que une a polos opuestos

Chris Kyle
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Capaz de abatir desde cualquier distancia, Kyle es una de las últimas leyendas de guerra que se han forjado en el Ejército norteamericano.

La última película de Clint Eastwood ha sido origen de no escasa controversia. Controversia, por cierto, discutible en la medida en que los detractores y los defensores se agrupan en posiciones claramente contrapuestas. Para algunos, como Michael Moore, se trataría de una cinta poco menos que fascista, a mayor gloria de la Asociación del Rifle, uno de los «lobbies» más poderosos en defensa del derecho constitucional a portar armas. Para otros, por el contrario, sería más bien un alegato devastador contra la invasión de Irak por Estados Unidos. Entre los partidarios aparecen figuras tan contrapuestas como Michelle Obama y Sarah Palin.

A decir verdad –y a pesar de que Eastwood ha insistido en que se trata de una película antibélica al estilo de su «Cartas de Iwo Jima»–, en esta cinta el cineasta resulta frío, casi metálicamente expositivo. Los juicios de valor no aparecen por ningún lado; las opiniones opuestas se recogen sin demagogia y la cámara se desplaza dejando constancia casi aséptica de lo sucedido. Tratándose de un héroe nacional, si de algo se puede acusar a Eastwood es de comedimiento en su película de mayor éxito hasta la fecha. Porque Chris Kyle fue –como indica el título de su autobiografía publicada en 2012– el francotirador «más letal» de la historia militar de Estados Unidos. Oficialmente, se confirmaron 160 de las bajas causadas por él al enemigo aunque, en teoría, superó las 250.

La prematura disciplina del sur

A pesar de su impresionante historial, Kyle fue un muchacho desde muchos puntos de vista bastante corriente en Estados Unidos. Texano de origen, aprendió–como millones de niños sureños– a disparar a temprana edad. Aquella afición –que no pocas veces complementaba la dieta doméstica– no hubiera pasado de serlo si en 1998 Kyle no hubiera contemplado por televisión las explosiones sufridas por distintas embajadas norteamericanas y tomado la decisión de defender a su nación alistándose en los marines. Como él, lo hicieron decenas de miles. Muchísimos menos fueron los que acabaron entrando en los SEAL, un cuerpo de élite. Menos todavía pasarían a formar parte de los francotiradores. Kyle, que había contraído matrimonio no mucho antes, fue enviado a Irak –sus primeras bajas fueron una mujer y un niño que pretendieron arrojar una bomba contra unos marines–, donde pronto se convirtió en una leyenda. De hecho, ése fue el sobrenombre –«Legend»– con que comenzó a ser conocido por sus compañeros.

La guerra de Irak –que realmente empezó después de que el presidente Bush cantara victoria de manera prematura– es descrita con notable fidelidad por Eastwood. No sólo es que el Ejército de Estados Unidos no logró imponerse sobre unas milicias irregulares y mucho peor armadas, sino que el terror ejercido por personajes como Abu Musab al-Zarqawi, uno de los dirigentes de Al-Qaeda, resultó extraordinariamente eficaz. La suma de incapacidad táctica de los norteamericanos –no era lo mismo aplastar a un ejército como el de Saddam Hussein que pacificar una nación hostil– y de brutalidad de los terroristas se tradujo en un empantanamiento que recordaba peligrosamente a Vietnam. Con una peculiaridad, y es que en Vietnam se suponía que Estados Unidos intentaba frenar a un comunismo que seguía fielmente la estrategia del dominó, pero en Irak las razones de la guerra distaron de ser claras. Saddam Hussein no tuvo relación alguna con los atentados del 11-S, pero, por añadidura, tampoco contaba con armas de destrucción masiva. Para colmo, en este nuevo tipo de guerra en que un francotirador puede pedir autorización para abatir un blanco a la vez que habla por teléfono con su esposa asentada en la lejana América, el peso del hogar es mucho mayor. Así, el francotirador Kyle escuchó las quejas de su mujer Taya, que no podía entender su empeño por regresar a Irak tras un período de permiso en casa. Kyle cumplió –con una creciente tensión doméstica– cuatro períodos de combate en Irak llegando a abatir al francotirador conocido como Mustafá a una distancia de 1.920 metros, la octava más larga de la Historia. No por ello un hermano suyo –también destinado en Irak– consiguió encontrarle sentido alguno a la guerra.

A pesar de sus éxitos, la sensación de fracaso militar resultaba demasiado pesada como para poder ser disipada. Cuando Kyle regresó definitivamente a Estados Unidos, se vio obligado a recibir tratamiento psiquiátrico, perseguido, según propia confesión, «por todos aquellos a los que no había podido salvar». El tratamiento –que incluyó disparar en el bosque– acabó llevando a Kyle de regreso a una vida normal. Incluso cuando comenzó a ayudar a veteranos y a sentirse más cercano a su esposa pudo parecer que había encontrado el camino hacia la felicidad. Se trató de un mero espejismo. El 2 de febrero de 2013 se despidió de su familia para visitar a un veterano de guerra al que pretendía ayudar. Ese mismo día, fue asesinado por la persona objeto de su generosidad habiendo comenzado el procedimiento judicial por esta causa hace apenas unas semanas. Kyle seguramente fue un héroe, pero su destreza ni fue suficiente para cambiar el rumbo de la guerra ni tampoco para asegurar la supervivencia de sus camaradas. En contra de lo afirmado por Hollywood, los héroes no ganan las guerras. Sólo las sufren.